¡El bipartidismo ha muerto, viva el bipartidismo!

04.06.2015 08:47

Todos los gobiernos del mundo muestran una compulsiva aversión a ser criticados. No se trata de una actitud nueva, ni tan siquiera infrecuente, pero sí revela una infundada arrogancia de quienes gobiernan. Pasados unos años ejercitándose en la más alta responsabilidad de un país, no hay gobierno en el mundo que conserve en su memoria el recuerdo de quién le dio el poder y para qué.

Como es archisabido, en un sistema democrático, un gobierno no es otra cosa que un mero gestor del poder, pero éste es un aspecto que a menudo suele diluirse en el desempeño de la política. Por lo general, los gobiernos acaban sucumbiendo en las urnas no tanto por una mala gestión del poder como por la apropiación de su titularidad.

Si, como creo, este principio es válido universalmente, en el caso del Gobierno de España es tan palmario como un axioma.

Hace muchos años, en mis primeros tiempos como redactor en una agencia de prensa, recibí el encargo de identificar aspectos que, a mi juicio, podrían potenciar el resultado de nuestro trabajo. Creí que era una buena oportunidad para subrayar las virtudes de aquella redacción, aunque para disimular mi entusiasmo comencé por enumerar algunos aspectos que me parecían mejorables. Como consecuencia de ello, obtuve una gloriosa bronca de mi jefe inmediato - además de amigo y maestro - quien debía supervisar mi tarea antes de entregarla a instancias superiores de la compañía.

"Muchacho, si quieres llegar lejos en esta profesión, nunca reconozcas tus errores", me dijo.

Poco a poco fui descubriendo que escurrir responsabilidades, sobre todo si las cosas pintaban mal, también formaba parte del oficio.

En lo descrito hasta aquí, no hemos descubierto nada muy distinto a la máxima principal que maneja los diferentes gobiernos, a saber: todo lo que funciona bien es debido a las virtudes de mi política y todo lo que funciona mal es herencia del gobierno anterior.

El ciudadano -- ya suficientemente docto en esta y otras retóricas de sus representantes políticos - en su abstracto dietario va punteando en rojo y en verde lo que él cree que son el debe y el haber de las políticas que le toca gozar o padecer en cada momento. Al final, vota en base a la suma algebraica que arroja el color predominante.

Pero, ¿qué sucede cuando los partidos dominantes en el poder tienen compulsadas más marcas rojas que verdes? En tal caso, los ciudadanos emprenden la ilusionante tarea de estrenar otro dietario donde escriben las siglas de nuevas alternativas políticas a las que, en lo sucesivo, también puntearán en rojo y verde.

Llegados a este punto, descubrimos un intento de falsear el  principal argumento que nos dejó nuestro último episodio electoral. Los, hasta entonces, partidos dominantes se niegan a reconocer su derrota. Para lograr su propósito se empeñan en camuflar su fracaso con múltiples disfraces. Unos dicen que ganaron las elecciones porque sacaron más votos que ningún otro partido y otros dicen que no perdieron porque perdieron menos votos que los que dicen que ganaron las elecciones. Tanto nos da este confuso jeroglífico ya que el docto ciudadano sabe quienes ganaron y quienes perdieron.

Los que perdieron, perdieron porque confundieron, una vez más, gestión con propiedad y los que ganaron, aún no han tenido ocasión para confundir tales antípodas conceptuales. Ahora les toca a ellos, a los ganadores, poner tierra de por medio entre la salida del Sol y el ocaso.

Muy al contrario a éstos, el Gobierno del Partido Popular está condenado en los próximos meses a deambular errático por los rescoldos del poder, cuyo crédito se desvaneció anestesiado por la desnortada brújula de la Comisión Europea y el doctrinario e insolidario pragmatismo rajoniano.

Por su parte, la socialdemocracia de Pedro Sánchez tendrá que aprender humildemente a convivir con una competencia mucho más feroz que la de los populares. Ahora, su principal oponente podría sentarse en sus mismos escaños, pero con un discurso mucho más auténtico y consistente con su ideario. Digamos que el gran enemigo de los seudosocialistas está dentro de casa y no parece muy dispuesto a compartir metros cuadrados.

El fin del bipartidismo que algunos habíamos pronosticado parece un espejismo que ilusoriamente se plantará ante nuestros ojos solo el tiempo necesario para que los nuevas fichas del tablero político engullan a las viejas. No es cosa de mucho.

¡El bipartidismo ha muerto, viva el bipartidismo!