AQUÍ, NADIE ENTIENDE NADA...

26.07.2016 20:23

… y un servidor tampoco, pero vamos a echarnos unas pocas reflexiones para ver si llegamos a alguna que otra conclusión que nos saque del marasmo.

En las últimas semanas, los ciudadanos españoles estamos siendo bombardeados por declaraciones de gente ilustre sobre lo bueno que sería para el país respaldar la investidura de un presidente y lo malo que sería ir a las terceras elecciones.

Uno, que siempre está muy interesado por las cosas que dicen los prohombres de la patria, en esta ocasión, tras analizar muy cuidadosamente sus opiniones, no puedo ocultar serias dudas sobre la mayor: ni estoy seguro de que sería tan bueno apoyar la investidura de Mariano Rajoy ni de que sería tan malo ir a nuevas elecciones. Mi primera conclusión es la duda. Empezamos bien.

No voy a negar que anhelo un buen presidente para mi país, uno de esos presidentes como los que tienen algunas democracias, uno de esos presidentes que aman a sus ciudadanos y que quieren lo mejor para su pueblo. Pero, si no es así, me pregunto por qué los españoles tendríamos que querer tener un presidente como Rajoy. Podríamos intentar pasar con Merkel o con Juncker. Como poco, ahorraríamos en nóminas, tan gravosas como inútiles. 

Un servidor puede dar fe de la existencia de unos cuantos ciudadanos a los que horroriza tener un presidente cuya más notable habilidad consiste en mirar para otro lado cuando se trata de ocuparse de los problemas que de verdad preocupan a los ciudadanos. Algunos nos preguntamos por qué debe respaldarse la investidura de un presidente que acostumbra a ignorar a los desahuciados, a los parados o a los que se debaten entre la vida y la muerte en cualquier hospital por la falta de un tratamiento adecuado.

Nada de lo que he leído o escuchado a nuestros ilustres me recuerda la existencia de dramas como estos. Tal vez ignoran que estos ciudadanos también forman parte del paisaje vital del país o, como Rajoy, prefieren mirar a otra parte. Tal vez se olvidaron de que la Constitución no discrimina entre el derecho a un trabajo y la indivisibilidad territorial del Estado. Tal vez desconocen que nuestra ley de leyes protege a los menores de la intemperie callejera.  

Algunos ciudadanos nos preguntamos por qué aquellos que deberían estar rindiendo cuentas a la opinión pública o a los tribunales de justicia por algunas de sus catastróficas decisiones de gobierno, hoy siguen optando por una amplia parcela de poder.

Parece que nuestros ilustres están de acuerdo en que lo importante es tener un presidente y evitar nuevas elecciones para que el país vuelva a enganchar con la normalidad política y con la sostenibilidad del crecimiento económico. A este respecto, debo admitir que me resulta extraordinariamente difícil aceptar tal simpleza argumental entre los que, en su día, tuvieron graves responsabilidades políticas o entre quienes escriben columnas con ánimo adoctrinador.

Los resultados arrojados por las urnas en diciembre y en junio han puesto de manifiesto la perplejidad de un pueblo ante el caótico  panorama que ofrece su representación política y revela la extrema dificultad del electorado para elegir una opción de gobierno en medio de un escenario político esperpéntico, cuando no indigno.

Este hecho, inédito desde1977, se ha traducido por la floreciente hermenéutica mediática como la expresión de la voluntad del electorado para que las formaciones parlamentarias se vean obligadas a consensuar una fórmula de gobernación. Un servidor cree que no, que la fragmentación del voto revela, lisa y llanamente, la desconfianza del electorado hacia los candidatos al poder.

Los ciudadanos no solo tienen graves dudas sobre quiénes deben gobernar, sino también sobre si hay algo de aprovechable entre la oferta electoral para ejercer de digna oposición. El muy inquietante rastro que han dejado las urnas apunta a que ningún partido político ha sido capaz de ganarse la confianza de los ciudadanos. Pero, tal vez, lo peor de todo es que carecemos de indicios que nos hagan creer que unas terceras elecciones podrían cambiar este panorama.

El elector español ha sido tratado sistemáticamente como un retrasado profundo, como un pelele a quien se le puede engañar con falsas promesas electorales. El precio a pagar por tan maño error es un país políticamente desnortado, con un gobierno en funciones desde hace más de siete meses.

En este escenario, es harto difícil tratar de pronosticar el momento en que España recuperará un gobierno estable. No obstante, nadie cabal puede poner en duda la urgente necesidad de abordar un proceso de reciclaje de una clase política que, desde hace muchos años, ha desconectado con la realidad social, política y económica del país.

Los españoles han dejado de creer en sus instituciones y ahora, la primera tarea de un gobierno, de un buen gobierno, consiste en arremangarse y trabajar desde la humildad, como si todos los días fuera el primero para recuperar el camino hacia la plenitud de su estado de derecho.   

Una vez más, permítanme que exprese aquí serias dudas de que alguno de los actuales pretendientes a La Moncloa posea la mínima cualificación política, intelectual y moral para abordar con éxito semejante tarea.