CUANDO SE MATA A LA PALABRA

22.09.2017 19:27

Si años atrás alguien me hubiera descrito los acontecimientos que se han agolpado en España a lo largo de los últimos doce meses, a buen seguro los hubiera atribuido más a una burda broma relatada por un vulgar agorero que a una inimaginable realidad futura.

Hace casi un año, un inoportuno comité socialista evidenció la chabacanería de unos cuantos personajes que decidieron conspirar contra su secretario general hasta tumbarlo. Los restos de Pablo Iglesias aún se estarán retorciendo de dolor y de asco en su tumba. De ello, ya hablamos profusamente en este rincón.

En las últimas horas, hemos visto estupefactos como fuerzas del orden público han entrado en las dependencias de un gobierno autónomo y han detenido, en algunos casos con innecesario estrépito, a altos cargos del mismo. Hagamos abstracción de las causas que han conducido a tales engendros por un momento y pongamos la lupa sobre los hechos en sí mismos: ¡todo asombrosamente prehistórico!

Transcurrido un año escaso entre ambos sucesos, España ha logrado auparse hasta las portadas informativas de acullá mientras los ciudadanos somos perturbados por un sentimiento de rubor. Nuestra memoria nos retrotae inevitablemente a aquel remoto y espeluznante 23 de febrero cuando un lunático, con pistola en mano, se propuso secuestrar a sus señorías en el templo sagrado del estado de derecho. Casi 40 años después, otra vez enrojecidos por la vergüenza, quisiéramos que la tierra nos tragara.

Mi padre, del que aprendí casi todo lo que sé, me decía con frecuencia, con la devoción de quien está convencido de lo que dice, que un segundo de grosería me podría hacer más daño que 100 años de cicuta, que, aun en la guerra, es bueno respetar al enemigo y que siempre, la paz es mejor que la guerra.

Tengo la sensación de que nos hemos acostumbrado a la zafiedad, a resolver nuestras diferencias a grosería limpia, a devastar a nuestro oponente retirándole el respeto o, lo que es peor, retirándole la palabra, eliminando el sublime instrumento de eventual consenso.

Hace unos días, comentando los acontecimientos ocurridos en Cataluña con un colega de la prensa extranjera, éste se mostraba sorprendido por el hecho de que los gobiernos central y catalán hubieran interrumpido el diálogo “desde hace siglos”.

-         ¿Cómo se entienden?, me preguntó retóricamente.

-         No se entienden, apostillé.

-         ¿Y qué dicen los ciudadanos de uno y otro lugar?

-         Salvo unos pocos, defienden con entusiasmo las razones de sus respectivos terruños.

¿Estamos condenados a dirimir nuestras diferencias en “modo  Fuenteovejuna”?, ¿hallamos mejor consejo en la grosería que en la palabra? 

¿De verdad que no podemos salvar el matrimonio sin arrojarnos los trastos a la cabeza, sin abandonar el hogar conyugal?

Lo peor es que unos y otros parecen ignorar el inexorable daño que este desencuentro supondrá para las relaciones futuras entre españoles y catalanes, cual pesada hipoteca a muy largo plazo.

Hace unos pocos días, mantuve una muy reconfortante e ilustrativa conversación con la panadera del pueblo donde vivo, en la provincia de Lleida. En un momento de la charla, le dije que yo era de Madrid. Tras confiarle mi origen y procedencia, me dijo:  

-         Mi marido y yo acabamos de estar en Madrid, donde hace años que vive una sobrina. ¡Qué bien lo pasamos!, ¡que gente más simpática y amable con nosotros! Al principio, íbamos con un poco de por (miedo) por todo lo que está pasando, pero nos sentimos como en casa, guardamos un fantástico recuerdo de este viaje y volveremos. Nuestra sobrina vive allí hace varios años y vimos que está plenamente integrada. La llaman la chulapa catalana (riéndose).

 Me alegré mucho de las nuevas y, en reciprocidad, le hablé (no sé si con exagerado entusiasmo) del extraordinario afecto que siempre me han mostrado en este pequeño pueblo de Cataluña.

Acaso el gobierno de España debería venir más a menudo a Cataluña e involucrase más en las peripecias y en los anhelos de sus ciudadanos. Tal vez el gobierno de Cataluña debería doblar sus esfuerzos para explicar a los mortales de a pie, más allá de sus fronteras, las razones de su aflicción y enojo.

Solo nos cabe apelar a la aproximación, a la voluntad y, sobre todo, a la palabra para tratar de superar un enquistado litigio de inciertas consecuencias. Entre la España invertebrada de Ortega y el delirio patrio del “Ardor Guerrero” tiene que haber un punto de encuentro. 

Las balanzas fiscales, el déficit o superávit comercial o la financiación territorial no deben servir de excusa para alimentar la disputa irreconciliable. La altura de los tiempos aconseja enfrentar juntos los inmensos retos que se plantean para las sociedades catalana y española. Aún así, si el amor es imposible, dejemos volar a los pájaros antes que matarlos.

Hace muchos años, mi más querido amigo de la infancia trató de enamorar por todos sus infantiles medios a una niñita que le quitaba el sueño y hasta las ganas de comer. Un día, mi amigo le preguntó si quería ser su novia mientras le ofrecía una rosa de papel que el mismo pintó para ella.

-         Pero es que, yo no te quiero, le dijo ella.