El cazo y la sartén

10.03.2016 18:43

Si tuviéramos que hacer una valoración - lato sensu - sobre lo que opinan los ciudadanos de sus gobiernos, creo que nos podríamos aventurar a pronunciarnos en un sentido negativo o muy negativo. Raramente los ciudadanos presumen de sus gobiernos por mucho que sus gobiernos presuman de la ilimitada capacidad de sufrimiento o del admirable sentido común de sus ciudadanos. 

En la calle, en la tienda o en el taller un servidor oye hablar a sus conciudadanos de sus gobiernos, refiriéndose a ellos por lo común, en términos poco amables cuando no desalentadoramente despectivos ¡Pues menos mal que los gobiernos son elegidos libremente por los ciudadanos!

Tal acritud suele adquirir mayores dimensiones si el objeto de las críticas, en lugar de los gobiernos, son los gobernantes.

Yo mismo, que siempre he tratado de subrayar las virtudes de todo lo que conforma mi entorno, debo reconocer que, de un tiempo para acá, también he excluido a gobiernos y gobernantes de tan cándida actitud. Bien es cierto que, desde hace algunos años, dejé de elegir a mis representantes políticos lo que, obviamente, reduce mi recurso al pataleo. Nobleza obliga.

Los gobiernos suelen tener como incondicional prioridad idear escenarios que les permita permanecer en el poder el mayor tiempo posible. Cuando Baruch Spinoza reflexionó sobre la natural tendencia del Ser a trascender en el tiempo, probablemente solo estaba pensando en la estructura ontológica de los gobiernos. Para lograr su más anhelado propósito de perduración (por fortuna solo verosímil en las dictaduras), los gobiernos suelen apelar sin rubor a cualquier estrategia, incluso no dudan en mandar a paseo a su más auténtica militancia, deshaciéndose de alguno de los gobernantes, si éstos llegaran a constituir una amenazan para su perpetuación. Quizá cuando Goya pintó su tenebroso “Saturno devorando a un hijo” su intención no estaba muy lejos de este escenario.

Hete aquí que, con más frecuencia de la que creemos, la principal amenaza de los gobiernos suele ser sus propios gobernantes y esto conduce inevitablemente a luchas fratricidas que acaban exterminando a gobiernos y gobernantes.

Ahora que la Comisión Europea ha reñido a España por incumplir algunos de los principales preceptos incluidos en su régimen interno del pacto de Estabilidad y Crecimiento, uno se pregunta quién debería reñir a quién. La desorbitada cifra de paro, la deuda creciente o el alarmante avance del empobrecimiento de su población, son algunos de los desequilibrios que colocan a España en medio de una nebulosa económica de difícil pronóstico.

Pues bien, es cierto que podríamos responsabilizar al Gobierno español de muchas de las cosas que han complicado la vida de sus ciudadanos, pero sería injusto culparlo de adoptar medidas económicas que, en esencia, fueron patrocinadas y jaleadas por la Comisión Europea. Saturno se equivocó y ahora se come a su horrendo hijo para no dejar rastro de su inconfesable tara.

Hace tiempo que los ciudadanos nos hemos dado cuenta de que los gobiernos priorizan y defienden su pervivencia por delante de cualquier otra consideración, como la madre defiende la vida de su bebé con insobornable coraje. Sobre este asunto, nadie como Julio César formuló una sentencia de un modo tan simple e inequívoco: “Nada es bueno o malo hasta el final”.

La lucidez de Julio César no pasaría de ser una intrascendente divagación en este contexto si no fuera porque el final de esta historia ha terminado con los sueños, la dignidad y hasta la vida de no pocos ciudadanos, de personas que nada tuvieron que ver con Lehman Brothers, con el tardío reconocimiento de la crisis económica por parte de Zapatero o con las mentiras electorales de Rajoy.

Las medidas de austeridad preconizadas por Bruselas llevaban consigo el germen del fracaso, fueron como el tiro de gracia a la economía real, como se ha revelado en la mismísima Alemania de Angela Merkel. Por uno de esos inesperados sarcasmos a los que ocasionalmente nos invita la vida, ahora resulta que Alemania también es amonestada por la Comisión Europea por su anémica tasa de crecimiento ¡Apártate que me tiznas!, le dijo el cazo a la sartén.

Europa quiso salvar su sistema financiero, quiso sanear sus cuentas públicas, quiso  espolear el crecimiento y el empleo. Pues bien, varios años después de aplicar cicuta, su sistema financiero continúa generando dudas, su déficit público aún escapa largamente a los objetivos, su mercado laboral continúa dando síntomas de extrema fragilidad y el robustecimiento de su tasa de crecimiento no pasa de ser  una escurridiza quimera, todo ello en un escenario alarmantemente asimétrico. Por si no fuera suficiente, la deuda ha saltado espectacularmente en algunos países, tales como España, donde se ha disparado hasta los alrededores del 100% de su producto interior bruto.

En cuanto a España, todavía hoy, algunos nos preguntamos que pasó con las promesas de adelgazar el gigantesco tamaño de sus muy diversas administraciones públicas o qué razones han impedido exprimir, en nuestro beneficio, la baja del precio del petróleo o el espléndido comportamiento del turismo?

Este es la Europa y la España de nuestros mejores gobiernos  y de nuestros mejores gobernantes, los que ahora se arrojan los fracasos a la cara.