EL ESTRUENDO DE LA DERROTA

26.01.2015 11:34

A veces son más significativas las derrotas que las victorias. Este es el caso de Nueva Democracia tras las elecciones griegas celebradas el domingo. Antoni Samarás, el líder del partido saliente, pensó en una Grecia abstracta cuando la gobernó durante tres años con mano de hierro, olvidándose de los más primarios anhelos y necesidades de los ciudadanos, en definitiva, de quienes sustancian el alma en cualquier lugar del mapamundi.

La más elemental obligación de un gobernante – paradójicamente está en los manuales de la Grecia clásica – exige no ignorar los pilares donde descansa y se legitima el poder: el pueblo. Samarás, lejos de generar ilusión, cultivó un sentimiento de fatalismo entre los ciudadanos griegos que, por perder, perdieron la dignidad en su presente y la esperanza en su futuro. Poco importa quién gana cuando se trata de recuperar las señas de identidad de todo un pueblo. Cualquiera podría llevarse el triunfo en medio de la devastación. Ahora importa más el diagnóstico que el quirófano.

Samarás y Grecia han sido víctimas del mismo mal, de un mal inoculado en una política económica tan desalmada como desfasada, cuyos principios contienen su final. Las arcaicas recetas económicas del fundamentalismo germánico solo son aplicables en Alemania, pero siempre han fracasado allí donde quiera que hayan sido exportadas. Alemania nunca ha sido un buen líder y tampoco lo es cuando se trata de encabezar el convoy de la economía europea, el mayor lastre para el crecimiento de la economía mundial, según parece.

Es por esta razón por la que, desde este Catalejo, siempre hemos sido indulgentes con el presidente del Banco Central Europeo (BCE), el único que no ha desfallecido a la hora de defender, contra viento y marea, el espíritu del euro. Probablemente, Mario Draghi es unos de los primeros espadas de la eurozona que más cabalmente desempeña su función. Esto es cierto en la medida que no debemos ignorar que el mandato de cualquier responsable  del BCE siempre estará mutilado por la sinrazón de quienes, a la sombra, se arrogan un poder omnímodo, los mismos que dinamitaron el Sistema Monetario Europeo en 1993. En este punto, no podemos pasar por alto una inexplicable anomalía de nuestro tiempo: ¿cómo es posible que los pragmáticos mercados financieros se alineen con una política económica tan firmemente anclada en el pasado? 

Europa es un espectro errático guiado por una sombra del más rancio pretérito.

La más urgente lección que los líderes europeos deben extraer de la experiencia griega es que, muy probablemente, se trata de la primera piedra sobre la cual el viejo continente va asistir, con parecidas dosis de ilusión que de incredulidad, a la construcción de una nueva arquitectura política y, puede, que también económica. Todavía no sabemos mucho de su terapia y, mucho menos, de su forma de suministrarla.

¿Grecia ha alumbrado un futuro verosímil para Europa?  ¿El entusiasmo es suficiente aval como para afrontar los cambios con garantía de estabilidad?  ¿Será Grecia el torno donde se moldeará una nueva Europa?

Por el momento no hay respuestas, pero tengo la sospecha de que este decrépito continente nuestro está demasiado imbuido de su pasado, demasiado apegado a su apolillado traje centenario como para afrontar con talante generoso este novedoso paisaje que asoma en su horizonte. Solo nos cabe esperar, eso sí, dispuestos a conceder el beneficio de la duda a quienes con toda legitimidad han devuelto la esperanza a un pueblo, una esperanza que se extiende mucho más allá de las fronteras griegas.

Ahora toca a otros mirarse en el espejo de Grecia e ir maquillando su maltrecho aspecto para tratar de recomponer en muy pocos meses los errores acumulados en años de burda y estéril arrogancia. Sepan que las mayorías absolutas no otorgan la propiedad de un país, solo prestan su gestión por un tiempo limitado.