La cara oculta de los debates

15.06.2016 13:51

¿Alguien podría desvelarnos con irrefutable certeza la finalidad del último debate electoral? ¿Quién podría decir que el debate va a mover un milímetro el destino de España tras el 26 de junio?

Los debates nunca son relevantes porque lo sustantivo no es lo que se dice, sino lo que se omite. Es natural, ningún presidenciable en sus cabales diría, a dos semanas de unas elecciones, que su objetivo más irrenunciable consiste en amargar la vida de sus conciudadanos. De suerte, que algunos electores saben, con independencia de quién sea el nuevo inquilino de La Moncloa, que en los próximos cuatro años tocará sufrir lo que está escrito y lo que no lo está. Con suerte, este periodo podría ser más corto.

En el mejor de los casos, al presidente elegido siempre le cabrá el recurso de afirmar que se encontró con un país mucho peor de lo que esperaba, obligándole a incumplir con una buena parte de sus promesas electorales (1). En el peor de los casos, el candidato mentirá sin más escrúpulos que el de alcanzar la presidencia. Esto último suele ser especialmente frecuente entre los candidatos que pretenden repetir mandato. Ya ven, sea candidato o presidente, siempre tendrá la oportunidad de mentir.

Una última observación a este respecto: no es extraño que el elector vote de buena fe a un candidato que aspira a la presidencia por vez primera. Sin embargo, este aspecto es más discutible si el elector vota a un candidato que tiene la intención de repetir mandato. Así las cosas, parece que el voto del elector también puede ocultar inconfesables intenciones.  

Si abundamos un poco más en la reflexión sobre los debates electorales, inmediatamente caeremos en la cuenta de que la presunta ineficacia de éstos es consistente con todas las lógicas que queramos aplicar.

Veamos: en el debate del pasado lunes, nadie preguntó a ninguno de los nuevos candidatos a La Moncloa qué harían en el caso de que la prima de riesgo subiera hasta los 500 ó 600 puntos básicos. Si se les hubiera formulado tal cuestión, muy probablemente hubieran respondido algo parecido a esto: “Eso no pasará, si salgo elegido presidente del gobierno”. Presumiblemente, darían por seguro algo que remotamente desconocen. ¿No podría considerarse como una forma de mentir?

Cuando Mariano Rajoy se encontró con esa situación en 2011, optó por enviar a la miseria a la mitad del país e indultar a la otra mitad, aplicando las medidas de austeridad por todos conocidas. Solo así, habría logrado el respaldo de la canciller alemana, Angela Merkel, quien daría instrucciones al presidente del Banco Central Europeo para poner fin a un a situación que habría conducido inexorablemente al rescate de España. Unos dirán que Rajoy siempre pudo renunciar a la presidencia antes de rubricar tan cruel y extendida condena, pero otros estarán persuadidos de que un presidente debe tomar decisiones por muy dolorosas e indeseadas que éstas sean. Nosotros solo constatamos aquí que Rajoy prometió cosas que nunca cumplió y tomó decisiones que nunca antes destapó públicamente.

Es verdad que los debates nos dan la oportunidad de ver el color de las corbatas de los candidatos, también podemos constatar si alguno de ellos ha preferido prescindir de la corbata, incluso nos brindan la oportunidad de comparar las estaturas de los pretendientes a La Moncloa. Poco más, los debates electorales difícilmente sirven para algo más que para ornamentar la intrascendencia. Las mediciones de audiencia dan el último brochazo a la fatuidad.

Siempre he creído que los debates son uno de los mejores ejemplos del gusto europeo por la importación del producto made in USA, eso sí, probablemente reconvertido en versiones más cutres. Por aquí, en España, este tipo de debates se asemejan más a un impuntual espectáculo circense (no exento de estrepitosos efectos poltergeist) que a una genuina exposición de promesas y principios políticos.

Dicen que nadie ganó ni perdió el debate. Claro, lo raro hubiera sido que alguien hubiera ganado o perdido (salvo el espectador) con motivo de tan abominable esperpento.

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(1) A este respecto, siempre he creído que quien llega a la presidencia de un gobierno sin más aparejos que los evidentes, miente o es un absoluto incompetente.