LA DIGNIDAD DE UN ESTADO

29.06.2016 19:52

Cuentan las sagradas escrituras que una vez le preguntaron al rey Salomón quién merecía más castigo, si el ladrón que robaba a los ricos o el que robaba a los pobres. Sin concederse un instante para la reflexión, Salomón, entre la estupefacción de todos los allí presentes, respondió: ¿Acaso hay alguna diferencia?

Aunque un servidor no tiene conciencia de haber estado entre aquella gente hace unos 3.000 años, aún hoy, cuando leo esta singular referencia bíblica, no puedo dejar de sentir un hormigueo parecido al que debió recorrer las venas de los que sí estuvieron junto al sabio rey de Israel.

A diferencia de Salomón, el hombre de nuestro tiempo quiere interpretarlo todo, nada le es seguro si no desmenuza las vísceras de cualquier cosa que se cruza en su camino.

Pues bien, Salomón - posiblemente no tan contaminado como el hombre de hoy por la perturbadora historia de treinta siglos a sus espaldas – no veía ni eximentes, ni atenuantes, ni agravantes en el hecho sobre el que debía hacer justicia. A los jurisconsultos les habría tocado interpretar la ley, pero Salomón solo la aplicaba. ‘Lex est Lex’. Igual la justicia está reñida con el intelecto.  

Cuando en estos días oímos las múltiples versiones que circulan en torno al episodio sobre las grabaciones telefónicas en el ministerio del Interior, seguro que a todos se nos hiela la sangre. La noticia nos horroriza, nos sentimos muy vulnerables, creemos que cualquiera puede entrar a nuestra casa y poner en marcha nuestro ordenador sin más credenciales que su voluntad. Con toda seguridad, nuestra estupefacción supera ampliamente a la que debieron sentir los que escucharon la respuesta del rey sabio.

¿Qué es peor, conspirar desde el pertrecho del poder o poner un micrófono en el despacho de un ministro?

Un servidor se siente ofendido con la sola formulación de la pregunta, siento que menoscaba mi muy normal coeficiente de inteligencia. La única respuesta posible a semejante esperpento no puede ser otra que considerar ambas malformaciones como un ataque directo y sin paliativos a la dignidad de un estado de derecho.

En este asunto, no valen paños calientes, ni alegatos ideológicos, ni ningún tipo de artificio argumental. No existen atenuantes. Solo cabe apelar al más leal y genuino respeto por el imperio de la ley, sustanciado en la Constitución.  

Pero hoy el ciudadano tiene la sensación de que la Ley de Leyes, a fuerza de quebrantarla, solo es una guía teórica de buenas costumbres, una especie de catecismo civil metido en una vitrina de objetos fósiles.

Los que tienen el noble oficio de velar por la calidad democrática del Estado no pueden mirar hacia otra parte como si aquí no pasara nada, mientras algunos – con más causa si son gestores públicos – se empeñan en desacreditar el estado de derecho.

Más aún, si el principal responsable político del país no es capaz de mensurar la gravedad de los últimos acontecimientos que se han generado en torno al gobierno que encabeza, de ningún modo puede seguir manejando el timón de la nave. Para él, más que para ningún otro, es inexcusable preservar la reputación del Estado. Nunca jamás debe ignorar nada que ponga en riesgo la confianza de los ciudadanos en las instituciones.

Ahora, que a las distintas formaciones parlamentarias corresponde negociar la elección de los futuros gestores del poder ejecutivo, sería muy adecuado separar, con exquisita minuciosidad, el grano de la paja apilado en la antesala de La Moncloa.

El 26 de junio, las urnas dejaron la muy delicada tarea de tener que elegir. Por segunda ocasión en la misma legislatura, los electores no dejaron todo el trabajo hecho para los próximos cuatro años. Esta circunstancia, faculta a los futuros legisladores a discriminar, si procede, entre la mayoría de los votos y la calidad de la democracia. Ambas cosas, no siempre van de la mano.