LA HORA DE LA VERDAD

07.10.2014 09:56

Las decisiones difíciles, aquellas cuya puesta en marcha llevan consigo un cambio sustantivo en el ámbito convivencial, exigen una minuciosa reflexión incompatible con la ocurrencia.

Cuando en 1988 un grupo de países europeos toma la decisión intelectual de fundar un área agrupada en torno a una sola moneda, Europa se identifica básicamente por su diversidad. No obstante, el euro nace con vocación de simplificar la dispersión financiera que hasta entonces definía el bloque occidental del viejo continente. Hoy, poco después de cumplirse un cuarto de siglo de aquel inédito intento, algunos aún nos preguntamos si ese espléndido propósito de integración ha acertado en dar cobijo al bolsillo y, lo que es más importante, al corazón de los 350 millones de ciudadanos que habitamos este amplio espacio común.

A veces, el empeño de unos hombres se ve empañado por la voluntad, no menos afanada, de otros en busca de objetivos muy distintos, cuando no antagónicos. Todavía hoy, Europa no ha logrado escapar a esta vieja contradicción que parece perseguir su destino con cada intento integrador.         

Pocos años después de que la inmensa mayoría de la población de la unión económica y monetaria (UEM) haya asistido atónita al empobrecimiento de su geografía periférica, todavía hay quienes consideran que el sistemático despliegue de las políticas económicas restrictivas no es suficiente. Al parecer, no basta con ver los cadáveres, es necesario contemplarlos desmembrados y en descomposición.

A diferencia de los delincuentes, cuya principal ocupación consiste en procurarse todos los medios posibles para ocultar su condición, los que proclaman las políticas económicas de exaltación del sufrimiento, airean sus convicciones sin pudor. La ventaja es que están muy localizados, son y viven en el corazón de Europa. Países  como Alemania, Holanda, Austria y algún afín añadido, nutren de estos personajes al resto.

No creo exagerado afirmar que desde que se iniciara la controvertida singladura del Banco Central Europeo (BCE) - máximo exponente ejecutivo de la política monetaria de la UEM – no pocos seguimos preguntándonos si el régimen financiero al que está sometido la zona euro es consecuencia de decisiones colegiadas del BCE o corresponde a la competencia exclusiva del todopoderoso Bundesbank. Sinceramente creo que la doctrina del halcón germano sobrevuela sin control por la sede monetaria de Francfort mientras Draghi hace lo que puede o le que le dejan.  

La Europa de la moneda única no puede ni debe continuar así, dando muestras de fragilidad e inconsistencia. Peligroso alimento para los mercados.

Delegar en un solo país el orden competencial asignado fundacionalmente a cada una de las distintas instituciones europeas significa confinar irresponsablemente el destino de 350 millones de ciudadanos a la idiosincrasia de una sola identidad política, social y cultural. Si esto no cambia, el conflicto está servido indefinidamente. Por mucho menos, algunos estados europeos se encuentran envueltos en incómodos procesos de reivindicación soberanista.

Una comunidad democrática, vinculada por el derecho, que agrupa a 350 millones de ciudadanos, está obligada a discurrir por otros cauces.

La UEM está nuevamente ante una laberíntica encrucijada que exige respuestas mucho más allá de la retórica habitual de Bruselas o de la demagogia de los  gobiernos solícitos con el núcleo del poder.

Lejos de esto, el titubeo, la fragmentación y un rol de liderazgo mal entendido pospone por enésima vez la puesta en marcha de una política económica coherente con la posición del ciclo, la misma que exige sin paliativos ni fisuras una orientación expansiva de la economía. Todos deben saber que la amenaza ahora no es la inflación sino la recesión.  

Tal vez la respuesta a este recurrente drama europeo sea tan simple como prescindir de aquellos que se creen dueños del destino de 350 millones de ciudadanos

¿Deben continuar en la zona euro aquellos países que identifican como suya la cúpula del poder?

Quizá deban contestar a esta pregunta los mismos ciudadanos que esperan de sus países un lugar donde el derecho a la educación, a la sanidad, al trabajo y a una jubilación digna sea algo más que un sueño al alcance de muy pocos.

Quizá sean los mismos ciudadanos que no entienden por qué es necesario reducir el déficit público al 3 por ciento del PIB en solo tres años; los mismos que ignoran las razones por las que en 3 ó 4 años deben abordarse todas las reformas estructurales que no se llevaron a cabo a lo largo de los últimos 25 años.

Tal vez sean los mismos ciudadanos a los que se les exige la devaluación de sus salarios a la vez que algunos otros pierden sus empleos. Los mismos ciudadanos incapaces de entender por qué pierden su casa mientras se inyectan miles de millones de euros de fondos públicos en un sistema financiero que, en algún caso, ha demostrado ser tan ineficaz como desafecto a la ley.

Quizá sean los mismos ciudadanos que asisten impotentes al gran espectáculo de la degradación moral de quienes más deberían velar por la ejemplaridad en un momento en que el esperpento de la corrupción lo invade todo. Estos ciudadanos exigen una respuesta convincente a cada una de sus preguntas. Estos ciudadanos son los mismos que votarán, o no, en noviembre de 2015.