La verdadera fractura de la globalización

16.02.2014 08:51

El creciente desapego que la actividad política suscita entre los ciudadanos parece una realidad incuestionable a la vista de los resultados arrojados por distintos sondeos, entre ellos el que elabora trimestralmente el estatal Centro de Investigaciones Sociológicas.

Esta desconexión actúa como principal nutriente de un generalizado estado de opinión que indiscriminadamente sitúa la actividad política en un ámbito de inexorable corrupción auspiciado, en primer término, por el hecho de que la sociedad genera nichos tipológicos en base apercepciones más o menos generalizadas.

Por esta razón no parece adecuado conferir verosimilitud a ciertas expresiones tópicas como aquellas que califican a todos los políticos de corruptos o amorales, opinión tan ampliamente compartida que amenaza con trepar hasta el rango de creencia. Tal panorama aconseja, no obstante, una cierta exégesis de las razones que alimentan la devaluada valoración social de la actividad política, desacreditada adicionalmente en los últimos años por la forma en que algunos gobiernos han gestionado la crisis económica. A este aspecto le prestaremos mayor atención.

En la sociedad de la información, que canaliza la interacción humana de nuestro tiempo, el ejercicio de la política se ha convertido en una actividad muy próxima al ciudadano. Esto, que ahora resulta un elemento ordinario en nuestra vida, tiempo atrás formaba parte de una realidad inaccesible. Por tanto, la cercanía entre el político y el ciudadano constituye el primer paso hacia la desmitificación del hombre público convirtiéndole en un semejante de carne y hueso.

La convivencia entre el ciudadano y el político en el mismo espacio físico, indivisiblemente unidos por la soldadura de la información, ha llevado a una identificación de rasgos hasta el extremo de que ambas partes tienden a percibirse como iguales. El político ha bajado al ruedo vital del ciudadano y, por tanto, ya no es ni mejor ni peor que el resto de los mortales.

Sin embargo, pese a este proceso de fusión entre hombre-público y hombre-privado, la actividad política no deja de ser transcendente y, por ende, sus efectos continúan perteneciendo al ámbito de lo colectivo. Desde esta óptica, obviamente cualquier decisión de alcance público no será absorbida con un placentero consenso social. Muy al contrario, supondrá una fuente de discrepancia y conflicto.

A este rasgo consustancial al ejercicio de la política, matizado por las peculiaridades sociales propias de cada etapa histórica, ahora debemos sumar elementos indisociables al proceso de globalización, un fenómeno relativamente reciente que requiere su propio método analítico y hasta una nueva categoría axiológica.

A menudo, contrariamente a lo que suele creerse, la globalización reduce el ámbito de las competencias políticas precisamente por su vocación transfronteriza. En la medida que se amplía el espacio de la convivencia social, puede mermarse el espacio de la soberanía política.

Este escenario, sitúa a los ciudadanos y a los políticos en un gigantesco espacio de interacción, donde el concepto nacional queda remplazado por el transnacional.

En esta nueva realidad social es donde debemos ubicar la orientación de las políticas económicas desempeñadas desde hace algunos años por distintos gobiernos europeos.

La abrupta corriente de austeridad que ha socavado los cimientos de la tan arraigada sociedad europea del bienestar, no ha sobrevenido de primera instancia por iniciativas adoptadas por los gobiernos nacionales. Muy al contrario, hay que buscar su origen en una política común paneuropea centralizada en Bruselas.

Desde esta perspectiva, no sería apropiado responsabilizar en solitario a los gobiernos de la periferia europea de haber desmontado una parte sustantiva de las prestaciones de las que gozaban sus ciudadanos. Tampoco sería adecuado eximirles del todo ya que sobre ellos gravita una incondicional ductilidad a la Comisión Europea que, desde algunos sectores no sospechosos de típica insurrección, ha sido calificada de manifiestamente contraproducente.

En los países de la Europa meridional, existe una opinión muy compartida en el sentido de que su población sufre con un ímprobo desgaste, una sistemática política de recortes amparada en el axioma de que es más urgente pagar los servicios de la deuda pública que cubrir las necesidades del ciudadano, otrora satisfechas al calor de un generoso marco legal.

Desde la perspectiva de hoy, tras varios años de degradación económica ilustrada por millones de personas sin trabajo, los ciudadanos parecen menos dispuestos a pasar por alto a sus gobiernos las espurias estrategias electorales que las políticas de recortes. Mientras las primeras se entienden como una engañosa herramienta para alcanzar el poder, las segundas podrían aceptarse como un mal inevitable en el mapa político-económico donde toca vivir. El arribismo también tiene sus límites en política.

Por su parte, el coste político bien podría haberse minimizado si estos gobiernos hubieran tratado de edulcorar sus políticas invitando al ciudadano a elegir entre continuar instalados en el confortable sistema capitalista o abrazar otra alternativa, muchos años después de la caída del Muro de Berlín mientras el mundo sigue esperando noticias de la Tercera Vía. En pleno corazón de Europa, esta disyuntiva no era ciertamente una minucia.

Si esto es así, podemos concluir que los grandes errores de os gobiernos de la Europa meridional fueron cometidos cuando todavía no eran gobiernos. Sus programas electorales ocultaron - preferimos pensar que deliberadamente - el contenido de lo que se avecinaba una vez alcanzado el poder.
Pese a todo, la más cuantificable fractura legada por esta estrategia en un escenario económico devastado a medias por la crisis y las terapias para combatirla, emergerá con ocasión de las sucesivas citas electorales. Solo entonces tendremos los datos que nos permitirán evaluar e coste real de la globalización en su versión más auténtica.