Maastricht solo sigue siendo un proyecto vulnerable

20.02.2014 10:55

En el año 1992 pocos podían sospechar que en la pequeña población holandesa de Maastricht se estaba cociendo un capítulo sustantivo del futuro de la vieja Europa. En efecto, en febrero de ese año (el mismo en que Barcelona organizó los Juegos Olímpicos y Sevilla la Exposición Universal) - Europa decidió dar un golpe de timón a su política común sentando las bases de lo que diez años después sería la puesta en marcha de un mercado de bienes y consumo superior a los 500 millones de habitantes con su propia unidad de pago:el euro.

Allí, entre otras cosas, se fijaron los criterios de convergencia que los países candidatos debían cumplir para debutar en la moneda única europea desde el mismo momento de su lanzamiento en 2002. En realidad se trataba de unos cuantos requisitos económicos que los estados aspirantes debían cumplir estrictamente, so pena de quedar descolgados del euro desde su puesta en marcha.

Pero cada vez que se han establecido reglas de juego para formar parte de un club más o menos exclusivo, unos lo han tenido más fácil que otros. Siempre ha habido alumnos aventajados y rezagados. España e Italia pertenecían a los aspirantes mediocres, equidistantes entre los alumnos más brillantes y los más torpes. Para estos países, formar parte del exclusivo club del euro desde su fundación era esencial, si querían evitar ser el blanco de la especulación de los mercados financieros, llevando a ambos países - cuya suerte estaba inexorablemente unida – al aislamiento, cuando no a la miseria.

Desde febrero de 1992, vocablos que hasta entonces resultaban poco familiares o inéditos, gradualmente pasaron a formar parte de nuestro vocabulario cotidiano, sobre todo, para aquellos que nos dedicábamos a la información económica y los que se ejercitaban en los azarosos mercados financieros. Términos como “convergencia” o “prima de riego” encontraron un hueco indeleble en el diccionario de no pocos ciudadanos cuyos significados continúan muy vivos 22 años después del ‘cónclave holandés’.

Hoy podemos afirmar con toda rotundidad que cuando oímos hablar de la omnipresente prima de riesgo, nadie hace un gesto de confusión o duda. La prima de riesgo ocupa un lugar conceptual tan básico en nuestro conocimiento como la taza de café o la montura del caballo.

Pero si diéramos marcha atrás en el tiempo, esto sería muy distinto. Oír hablar de la prima de riesgo o del diferencial entre el bono español y el alemán 20 años atrás era como un exotismo que había que descifrar entre los vericuetos de un gran y lejano enigma.

La primera vez que tomé contacto con el concepto ‘prima de riesgo’ fue pocos meses después de los acuerdos adoptados por los jefes de estado y gobierno europeos en la referida cumbre de Maastricht.

Por aquel entonces, una de mis principales funciones donde trabajaba como periodista en Madrid en una agencia internacional de noticias especializada en información económica, consistía en elaborar tres comentarios diarios sobre el mercado español de deuda pública.

Hasta Maastricht, los factores habituales que se manejaban en el mercado nacional eran domésticos, circunscritos en el más estricto espacio interior. Después de Maastricht, todos los que nos dedicábamos a cubrir esa información tuvimos que partir casi de cero en nuestros conocimientos financieros, viéndonos obligados a familiarizarnos con los nuevos conceptos y
factores que exigía la nueva situación legada por Maastricht. A la postre, la pequeña ciudad holandesa abrió la formidable ventana de la globalización en Europa. No fue fácil para nadie. De repente, ante nuestros ojos, se exhibía un universo de factores, algunos de ellos tan ajenos a nuestro conocimiento, que exigía un ímprobo esfuerzo de aprendizaje con la doble finalidad de entenderlos por sí mismos y hacerlos intelegibles a nuestros lectores.

Una tarde de marzo de 1992, cuando me disponía a elaborar un rutinario informe de cierre del mercado de deuda pública, me percaté para mi sorpresa de que las rentabilidades de los bonos habían subido meteóricamente en tan solo unas pocas horas, lo que resultaba inexplicable a la vista de que no tenía noticias de que algo hubiera alterado la normal evolución del mercado.

Como de costumbre, llamé por teléfono a una de mis fuentes habituales, aquellas que siempre me nutrían de buena información. No obstante, en esta ocasión, esa fuente reconoció desconocer los factores que habían llevado a semejante subida de los rendimientos de los bonos. Esto mismo me sucedió con tres o cuatro fuentes más hasta que decidí telefonear a un contacto – el responsable de tesorería de uno de los grandes bancos españoles de aquella época – cuya llamada tenía reservada solo para los casos excepcionalmente complicados.
- “Manolo, me dijo, estamos ante uno de esos momentos en que bien podríamos decir que va a cambiar el orden de las cosas tal y como las tenemos concebidas hasta ahora”.

Me quedé estupefacto por el tono desacostumbradamente solemne de mi interlocutor. No podía imaginar qué estaba pasando, qué podría haber alterado el mercado con semejante intensidad.

- “Nada de lo que hemos comentado hasta hoy de los mercados tendrá validez en lo sucesivo. Estamos hablando de los primeros efectos de la globalización en los mercados financieros españoles”.

Seguía sin entender. Hubiera creído que mi buen amigo el jefe de tesorería, me estaba tomando el pelo si no fuera porque esa actitud, ni remotamente, encajaba con el talante de esta persona.

- “¿Recuerdas los acuerdos alcanzados en Maastricht?”, me preguntó.
- “Sí, claro”, contesté.
- “Pues ahora, esto está muy relacionado con lo que ha pasado esta tarde en el mercado de bonos”, continuó explicándome.
- “¿Cómo es esto?”, pregunté.
- “Después de Maastricht, los mercados entienden que ya estamos en el camino de la convergencia hacia el euro. A partir de aquí, creen que los países que no logren cumplir con los requisitos de convergencia van a quedar aislados, fuera de la moneda única. Van a ser víctimas de la especulación dura y pura porque no gozarán de la confianza de los mercados. Imagínate las consecuencias económicas de esto”.
- “¿Pero por qué han subido los rendimientos de los bonos precisamente esta tarde?”, pregunté.

Mi buen amigo me explicó que el Parlamento italiano había asistido esa misma tarde a una de sus enésimas crisis de gobierno interpretándose por los mercados – en su peculiar lógica - como un obstáculo para situar a ese país en el camino correcto de la convergencia hacia el euro. Como España e Italia estaban agrupados por los mercados en el mismo bloque de países hacia la convergencia puesto que sus economías eran percibidas como semejantes, la suerte de uno de ellos condicionaba inevitablemente la suerte del otro y viceversa.

Aquella tarde comprendí que nada de lo que hasta entonces solía explicar el comportamiento del mercado español de bonos serviría en el futuro. Entendí que se plantaba ante nosotros un largo proceso de convergencia que durante los próximos 10 años ligaría el futuro financiero de España e Italia y que la diferencia de las rentabilidades de los bonos de ambos países frente a la rentabilidad del bono alemán – lo que conocemos comúnmente como la prima de riesgo - sería el indicador que en cada momento informaría sobre la probabilidad que los mercados asignaban a que España e Italia estuvieran en el euro desde su el primer día de su existencia.

Lo que entonces no pude imaginar es que pasados 10 años desde que España e Italia lograran cumplir con los requisitos de convergencia y las rentabilidades de sus bonos se igualaran frente al rendimiento del bono alemán hasta llevar a cero la prima de riesgo entre estos tres países, volvería a cuestionarse la viabilidad del euro hasta el punto de disparar las primas de riesgo a niveles previos al proceso de convergencia, amenazando la solvencia económica de España e Italia.

Hace ahora un par de años, estaba convencido de que Europa había retrocedido dos décadas en el tiempo y ahora sigo persuadido de que el proyecto ideado en Maastricht solo continúa siendo un proyecto vulnerable.