Ley contra diálogo

19.10.2017 09:56

Le he dado muchas vueltas antes de escribir este artículo, o lo que sea.

Pensé: ‘si hablo indulgentemente de los independentistas catalanes, los unionistas van a creer que estoy con los de Puigdemont y, al revés, si escribo en un tono amistoso de los unionistas, sus rivales creerán que empatizo con los de Rajoy’.

 ¡Pues no señor!, me dije, “ni lo uno ni lo otro”.

-         ¿Sabe usted que, en estas cosas, no existe la neutralidad?, ¿que si no se está con los unos, se está con los otros?

-         Pues algo he oído, pero yo …

-         ¡Pues sí señor!, me dijo, “lo uno o lo otro”.

Debo reconocer que esta imperativa aserción me descolocó, un servidor creía que era posible un cierto equilibrio en estas cosas, que uno podía observar el conflicto desde una óptica equidistante. Al parecer, en esta causa, el eclecticismo es ilusorio.

A pesar de todo, déjenme que lo intente, denme una oportunidad para contemplar la riña desde otra perspectiva, para explorar otros territorios.

Algunos historiadores localizan la noción soberanista de Cataluña en poco antes del año 1.000, siete siglos antes de que se tuvieran noticias de la guerra de Sucesión, episodio clave para entender el devenir de la Cataluña hispánica. Siete centurias es margen suficiente para cocer una cultura y exprimir su sustancia. No obstante, temo que si, a estas alturas, nos afanamos en desandar siglos hasta el Medievo, muy probablemente podríamos perder más patrimonio del que ganaríamos.

A menudo, este espectador, que siempre ha tenido un cierto espíritu comunero, se pregunta si Castilla habría logrado impregnarse de otros horizontes, si Villalar no hubiera fracasado en su intento de cambiar el curso de los acontecimientos.

Ahora, en plena era de la globalización, ¿es cabal apelar al pedigrí de la Historia para emprender la desafiante travesía en solitario? ¿Por qué mirar por el retrovisor de la Historia en lugar de pisar a fondo el acelerador del futuro?

Los graves retos de nuestro tiempo nos obligan a aceptar que las grandes gestas y los heroísmos patrios pertenecen a un pasado remoto, liquidado por la gigantesca tramoya, oculta tras el despiadado escenario de la globalización.  La suerte de Cataluña discurre ahora más por los vericuetos del Siglo XXI que por la espectral estela de la Edad Media o por las trifulcas entre los borbónicos y austracistas del Siglo XVIII.

Cataluña necesita líderes de vanguardia que no se inmolen en nombre de la prehistoria o de enemigos imaginarios.

Cuentan que Anibal le dijo a uno de sus más leales asistentes que antes que ser entregado a Roma, se quitaría la vida. El asistente, horrorizado por lo que escuchó, le respondió que Cartago necesitaba más un general que una leyenda.

No les oculto que el corazón de este espectador está con los viejos románticos de la épica noble y caballeresca, pero Cataluña necesita comer.

Hace unos años un magistrado, presidente de sala del Tribunal Supremo, me dijo que elaborar leyes es como una taumaturgia  compartida entre quienes las elaboran y quienes las aplican. “El Derecho necesita un exquisito conocimiento de la realidad social y muchas dosis de sentido común, casi un milagro”.

Aquellas palabras me explotaron por dentro, me sacudieron el ánimo. Un servidor no cree en los milagros.

Múltiples manuales tratan de si los jueces, además de aplicar la ley, también deben crear Derecho. Pues bien, a ustedes y, sobre todo, a los jueces, les dejo este debate. Un servidor carece de instrucción para ello.

El Gobierno central ha optado por la ley, el derecho toma las riendas de la política y a los jueces corresponde arbitrar en el conflicto; grave inconveniente al considerar los estrechos  márgenes que contempla la ley.

A fin de no violar los lindes del estado de derecho, necesitaríamos improvisar nuevas fórmulas para nuestra Constitución. Tal vez, en este punto, podríamos empezar a creer en los milagros. Pero mientras llegamos hasta ahí, la ley actúa como un corsé que agrava la pugna entre Cataluña y España.

Esta zona de inconmovible rigidez, aconseja un sutil masaje de transigencia, un diálogo incondicional. La discusión sosegada iría balizando los marcos de la negociación.

No tengo dudas de que la ley estaña el estado de derecho a la ortodoxia de su definición, pero ¿qué hacemos con los sentimientos y la frustración de millones de ciudadanos que ya desconectaron de la otra parte?

Ley y diálogo nunca fueron incompatibles, a lo peor, si el diálogo naufragara, siempre nos quedaría la ley.

“Para abrir un diálogo solo hay que estar dispuesto a dialogar”,  según sentencia atribuida a John Stuart Mill.

De esta degradante reyerta barriobajera solo nos puede consolar la certeza de que algún día, algunos, tendrán que rendir cuentas a la Historia por enmudecer a la palabra.