REALIDAD Y FICCIÓN, VERDADES Y MENTIRAS

25.11.2016 20:23

No es extraño que, para salir del paso, el hombre haya tenido que ‘engañar’ a la realidad en no pocas ocasiones a lo largo de su vida. A menudo, los andurriales de nuestra diminuta historia cotidiana resultan demasiado ásperos, obligándonos a buscar senderos más apacibles. En esos momentos es cuando solemos apelar a la muy piadosa ficción, un valioso artilugio que nos aligera el equipaje.

Pero, no nos engañemos, solo estamos burlando la realidad, el alivio que nos procura la ficción es transitorio. Únicamente  hemos adquirido un billete en la taquilla de los cercanías. Al menos, hemos podido elegir.

El filólogo Aristarco de Samotracia (quinto director de la Biblioteca de Alejandría) inventó, en años imprecisos a. C., un curioso símbolo llamado óbelo que advertía al lector sobre pasajes literarios sospechosos de no haber sido escritos por Homero. Pues bien, según parece, unos cuantos siglos después, el hombre también parece necesitar de un artilugio que le alerte al cruzar la frontera entre la realidad y la ficción, entre lo verdadero y lo falso. A fuerza de transitar indiscriminadamente por ambos lados de su existencia, el hombre de nuestro tiempo ha perdido el sentido de la orientación y pide a gritos un óbelo capaz de devolverle a sus coordenadas.

Puestos a elegir entre realidad y ficción, este Espectador no duda en reivindicar la doctrina del libre albedrío, en decantarse resueltamente por la libertad del individuo para elegir su destino. Tal vez la ficción no sea otra cosa que un breve tránsito hacia la falacia, pero si solo hubiera existido el rigor de Zenón, qué habría sido de los placeres de Epicuro. Qué menos que poder elegir entre el repertorio de opciones que nos ofrece nuestra existencia.

Pero no siempre es así. A veces, otros pretenden tutelar nuestras decisiones, quieren elegir, por nosotros, el lado por el que debe transitar nuestra existencia. Aristarco ya no es necesario, ahí están todos los gobiernos del mundo para suministrarnos dosis de realidad o de ficción, de verdad o de mentira, como un traje ajustado a sus medidas. 

Todos sabemos que 655 euros/mes es el salario mínimo establecido en España por ley. Sin embargo, algunos ignoran (entre ellos, la titular del ramo) que ese nivel es solo teórico. Por debajo de él, hay todo un universo.

Nadie duda de que pagar impuestos es una de las fórmulas más eficaces para lograr una sociedad próspera y solidaria. Sin embargo, las políticas fiscales suelen abordarse por los gobiernos con propósitos ajenos al interés general de la ciudadanía.

Vean como realidad y ficción, verdad y falsedad pueden convertirse en dos lados bien distintos de nuestra existencia, dos lados que, en ocasiones, cruzan el umbral de nuestra puerta con la misma cara. Creo que necesitamos a nuestro viejo amigo Aristarco para que nos saque del equívoco.

A este respecto, conviene recordar que existe toda una doctrina filosófica dedicada al estudio de la libre elección, la que fundamenta, entre otros, los principios básicos que deben regir en los estados democráticos. Ya no se trata solo de que los ciudadanos tengan derecho a elegir entre realidad y ficción sino que, cuando es inevitable que el poder elija por ellos, nunca sea en detrimento del interés general. Lejos de esto, no es extraño que los gobiernos subordinen su elección al beneficio personal o político.

Pero no sería justo meter a todos los gobiernos en el mismo saco.

Varios estudios comparados han revelado que los gobiernos de la  Europa septentrional suelen ser razonablemente respetuosos con la doctrina del libre albedrio. En sentido contrario, según bajamos por la geografía de nuestro viejo continente, el ciudadano se encuentra con múltiples trabas para decidir en base a sus criterios o para rebelarse contra las dosis de ficción o falsedad que les imponen sus gobiernos.

No es raro que desafortunadas decisiones o expresiones públicas hechas por algún miembro de un gobierno de un país del norte de Europa haya enviado a éste a su casa. También tenemos noticias de que los dimisionarios de estos países se sienten obligados a renunciar de sus cargos públicos no tanto por consideraciones personales como por no dañar la reputación de las instituciones para las que trabajan y a las que sirven. A muchos de nosotros nos resultaría difícil imaginar una actitud parecida en cargos públicos de la Europa meridional.

Recientemente, la titular del ministerio español de Empleo retó en sede parlamentaria a diputados de la oposición a denunciar la presunta existencia de salarios inferiores al mínimo legal. Tal rasgo de ignorancia de quien mejor debería conocer la coyuntura del mercado laboral español resulta, cuando menos, sorprendente. ¿No sería más oportuno que el ministerio de Empleo siguiera el rastro de hasta qué punto los contratos de trabajo respetan las leyes que el Gobierno elabora?

No sé muy bien si la ministra de Empleo vive en la realidad o en la ficción. Tremendo.