SOSPECHA

28.10.2014 10:46

No, por desgracia no es una película de Hichtcock aunque tenga un cierto aire.

Los últimos casos de presunta corrupción desvelados por la Audiencia Nacional y la Fiscalía Anticorrupción confirman que el amaño y el fraude rebasan la simple  anécdota. Lejos de esto, son como un gigantesco lastre que se ha convertido en el latido habitual de la política española.

El esperpento va acompañado de un demoledor efecto para el conjunto del Estado, como es la sospecha ciudadana de que solo sale a la luz una parte de la porquería, pero quizá ni la mayor ni la más significativa.

Tal es la estupefacción entre los ciudadanos - los mismos que jamás han visto un sobre más allá de su salario  – que rara es la institución pública que queda exenta de la sospecha de corrupción. La versión más gruesa del conflicto aparece cuando la sorpresa cotidiana va transformándose en sentimientos de ira e impotencia, repartidos de forma más o menos alícuota.

¿Qué futuro tiene un Estado cuyas instituciones no inspiran confianza a sus ciudadanos?

Con el descubrimiento de un nuevo caso de corrupción se añade, por lo pronto, una herida más en la credibilidad de las instituciones  del Estado. A estas alturas, no solo está en entredicho la honorabilidad de los políticos sino, lo que es más grave, está en juego la reputación del Estado mismo.

¿Todo lo que sale es todo lo que hay, o es el resultado de un goteo estratégicamente diseñado?

¿Es el calendario electoral el que dosifica la envergadura cualitativa y cuantitativa de la basura que emerge?

¿No es casual que todos los sospechosos de corrupción solo formen parte del pasado de la gestión pública o queden reducidos a segundas o terceras espadas?

El asunto adquiere una mayor dimensión, si ello es posible, cuando los ciudadanos cobijan la sospecha de que cada nuevo caso de corrupción, probablemente oculta una estructura mucho más amplia y compleja de porquería.

El drama que recae sobre el Estado ya no admite paños calientes, muy al contrario exige una respuesta enérgica y convincente  que restaure la confianza en todas y cada una de sus instituciones. Nos referimos a una obligación imperativa e indelegable de quien tiene la mayor responsabilidad en el Gobierno.

Se acabó el tiempo de las ocurrencias o de emular el instinto del avestruz. Lo que está en juego no admite correteos cobardes en los pasillos del Congreso para eludir  las preguntas de la prensa. Muy al contrario, las respuestas no deben estar solo amparadas en los folios de un discurso o en las breves notas de una sesión de control. Tienen que estar necesariamente grabadas a sangre y fuego en la ética de quien dirige el destino del país y de todos aquellos que, desde su confianza, comparten tan alta responsabilidad.

Si quienes deben velar por la inmaculada reputación de las instituciones del Estado no lo hacen o toleran su quebranto, entonces deben abandonar inmediatamente sus responsabilidades ante la falta de un mínimo crédito democrático a su gestión.

Los votos que dan acceso al poder constituyen la sustancia misma de la democracia, pero si se convierten en el mercadillo donde se negocia el saldo de una cuenta corriente, entonces se traiciona gravemente su razón de ser.