Tarjetas opacas

16.10.2014 10:41

Estos últimos días hemos oído hablar mucho de las tarjetas opacas. Hemos oído hablar de este esperpento en un tono de indignación, sorpresa o repulsión pero, con franqueza, no entiendo muy bien la razón de tanto revuelo. La historia de las tarjetas opacas es como la historia de España, un país opaco que, por lo que parece, tiene más historias para ocultar que para mostrar. Por tanto, deberíamos estar familiarizados con el esperpento.

Una vez, conversando amenamente con una amiga francesa (su condición de francesa no es lo sustantivo de esta historia), me preguntó por qué los ciudadanos españoles raramente son  escuchados por sus políticos. Le contesté que más que no escuchados, son ignorados. Mi amiga francesa se echó a reír con estridencia y me respondió: “entiendo tu sutileza, pero no has contestado a mi pregunta”.

Con mi “sutileza”, yo había pretendido reforzar la idea de que los ciudadanos españoles simplemente no existimos para nuestros políticos (creo que es lo que parecía insinuar mi interlocutora), pero obviamente debía explicar la razón de por qué, en mi opinión, esto es sí.

Antes de aventurar una respuesta, mi dilema consistía en que debía estar absolutamente seguro de que la inmemorial  incomunicación entre el ciudadano español y sus políticos no era atribuible al ciudadano, sino al político.

Por una parte pensé en que las listas electorales apuntan a la efectiva existencia del ciudadano español, pero debo reconocer que me confunde el hecho de que la inmensa mayoría de los dictadores del país han cruzado la frontera de este mundo en el lecho de su confortable hogar.

Sin estar muy seguro de haber resuelto el dilema, explique a mi amiga francesa que el político español ni ve, ni escucha, ni palpa, ni olfatea ni saborea más allá de su propia opacidad. Considera la política como un bien vitalicio, lo que explicaría su enfermiza resistencia a la dimisión. Gasta y desgasta sus cinco sentidos en la política y, oxidado por el paso de los años, llega a perder cualquier referencia que no sea su propia y exclusiva política.

Ceo que mi amiga francesa entendió el argumento y, por extensión, dedujo otras muchas cosas que ya no requirieron de más explicaciones.

De paso, me confesó que al político francés le ocurre algo parecido que a su colega español pero que, tal vez, un cierto sentido del pudor democrático, le impide transmitir la imagen de clase tan nítidamente como sucede por aquí.

“¡Oh là là!, ahora me explico lo de la “casta” del señor Iglesias”,  exclamó entusiasmada mi buena amiga francesa.

“El señor Iglesias es muy optimista al creer que puede cambiar el sistema de la noche a la mañana pero, lo de la casta, lo ha expresado mejor que nadie”, dije yo.

De este modo tan simple, traté de explicarle a mi amiga francesa que el drama del ciudadano español consiste en que solo toma clara conciencia de su existencia unos pocos días antes de depositar el papel entre los vidrios de una urna.

Pero debo confesar que sigo teniendo muchas dudas sobre cómo repartir responsabilidades por el abismal silencio que separa al ciudadano español de sus políticos. Eso, claro está, no se lo dije a mi amiga, la francesa.