Un puente para el encuentro

21.10.2014 10:26

Después de 30 años ejercitándome como catalán consorte y pasado un año desde que instalé mi residencia en Cataluña, este madrileño se siente obligado a tender un puente entre esta tierra y el resto del Estado, convencido de que es posible y merece la pena.

La primera pregunta que cualquiera se formularía ante esta situación de aparente desamor es por qué se ha llegado a este punto de desafección. Qué razón o razones están detrás de este sorprendente desencuentro.

Debemos explorar la realidad con extrema cautela, no sea que el tópico se nos presente como engañosa respuesta cuando muy al revés, forma parte, y no pequeña, del problema.   

Pues bien, la única respuesta que parece brotar espontáneamente a esta cuestión está emparentada, primero y fundamentalmente, con el ámbito del mutuo desconocimiento. Tengo la sensación de que tanto catalanes como españoles se conocen poco entre sí.

Las noticias que llegan del uno sobre el otro vienen como de segunda mano, no por el roce directo, sino por  imágenes predeterminadas y, a veces, deliberadamente distorsionadas.

Es precisamente esta clamorosa distancia la semilla del  tópico, del sucedáneo.

Treinta años repartido entre Barcelona y Madrid (permítanme que en ellas condense ahora Catalunya y España) me han dado la suficiente perspectiva como para creer firmemente que es mucho más lo que las une que lo que las separa.

También sospecho que una buena parte del maleficio que pesa sobre la reciprocidad de ambos sentimientos se debe a la mano de la política.

Por su parte, la apelación a la Historia como elemento segregador, supone un utensilio argumental loable pero, si fuera decisivo, probablemente el mapamundi arrojaría hoy una fisonomía bien distinta a la que conocemos.

Si hablamos de la diversidad cultural - muy patente en todos los rincones del Estado - debemos hacerlo desde la óptica de un rico patrimonio compartible por todos. Hasta ahora, no tengo noticias de que ningún individuo agraciado por la fortuna renuncie deliberadamente a ella.

En mi opinión, lo que enriquece al conjunto del Estado es su diversidad, su santo y seña es su identidad multicultural.  

“No me pidan respeto para lo que conozco y quiero”, dijo un pensador español de la Generación del 98.

En efecto, el respeto se da por hecho, pero si hay que reclamarlo, es porque algo falla.

Personalmente, no concibo tener que disculparme por hablar castellano en Madrid o por hablar catalán en Cataluña. Sería tan grotesco como pedir excusas por conducir por la izquierda en Inglaterra.

Pero si entramos en el sutil mundo de la política, de las cuotas de poder o del reparto del capital, créanme si les digo que ahí nos gana terreno el artificio.

Estoy persuadido de que en este terreno, un mínimo sentido de la autodefensa, nos aconseja poner en cuarentena todo lo que proceda de esa materia por lo comúnmente innoble de su instrumentalización. Al final solo se trata de asegurar un puñado de votos.

A título personal, he visto parecidas dosis de pobreza y  de opulencia en Barcelona como en Madrid. Tanto ahínco por hacer las cosas bien como por hacerlas mal. Tanta disposición al desprecio como al respeto. Y, que yo sepa, nuestro corazón, nuestro hígado y nuestros riñones son bastante perecidos. El resto es contingente.

La “experiencia catalana” de los últimos 30 años de mi vida me ha hecho conocer y amar a Cataluña sin que ello suponga ningún menoscabo de mi tierra de origen. Conozco bien a ambas y difícilmente una opinión tercera, con independencia de su intencionalidad, va a cambiar mi sentimiento sobre cada una de ellas.

Estoy firmemente convencido de que el conocimiento derrumba los muros que levanta la ignorancia. Mientras, no dejemos que quienes ejercen la política nos deslumbren con su calculada retórica.