EL DRAMA DEL VOTO INTRASCENDENTE

11.12.2014 08:48

Hace mucho tiempo que nuestro Perplejo Espectador cayó en la cuenta de que esta vida es fundamentalmente una sucesión de insignificancias, con excepción de un pequeño puñado de cosas a las que podríamos atribuir una cierta calidad de trascendencia.

Desde esta perspectiva, no parece descabellado afirmar que los acontecimientos que van a marcar un surco indeleble en nuestra existencia serán escasos, nada comparable con el basto anecdotario que se nos va acumulando con el paso de los años.

No obstante, esa pequeña porción de trascendencia vital va esculpir la parte más sustantiva de nuestra biografía, la que nos va a hacer únicos e intransferibles. Nuestra mismidad es lo más auténtico e insobornable que tenemos. Es nuestro refugio más a mano.

Cuando alguien me preguntaba - hace ya muchos años - a qué partido iba a votar en unas elecciones parlamentarias recuerdo que respondía - posiblemente llevado por el entusiasmo de la poca edad - con inmediatez y certeza incontestable. El curriculum vitae de la juventud es necesariamente corto y transparente. Sin embargo, cuando alguien me pregunta ahora a quién votaré, honestamente, no sé qué responder. El voto se me ha transformado en algo trivial frente a su formidable relevancia de antaño.

Gane quien gane en las urnas, sé que mi vida y la de mi entorno  continuarán con parecido encefalograma y, si acontece algún cambio, será en la zona más irrelevante de nuestras respectivas existencias.

¿Por qué me viene a las mientes la política al enfrentar trascendencia y trivialidad?

Tal vez porque cuando uno se identifica con sus representantes políticos, cuando éstos responden a una cierta manera personal de entender la vida, se nos acelera el corazón de la misma manera que se acelera cuando se está junto a  la persona amada. ¿No es esto material con credenciales de trascendencia?

Pues bien, me acontece que la política ya no es capaz de acelerarme el corazón, aunque sí me lo puede encoger. Por esa razón y, solo por esa, todavía voto, para evitar que se me achique el corazón.

Cruel es el destino del elector circunspecto, que en lugar de votar a favor, vota en contra; que en lugar de votar por la trascendencia, vota por la trivialidad; que en lugar de votar para premiar, vota para castigar.

Uno tiene la impresión de que votar es minimizar daños. Temo que cuando se inserta la papeleta en la urna uno queda abatido por la frustración y solo nos consuela la certeza de que hemos hecho lo menos malo que podíamos hacer.

Y con este panorama ante mí, a medida que se acercan los nuevos plazos electorales, este ciudadano va sintiendo que el drama de lo pueril vuelve a llamar a mi puerta y que, una vez más, sentiré la íntima obligación de minimizar daños votando lo más intrascendentemente posible.