La razón de la sinrazón

09.05.2020 09:00

En algún otro momento, recuerdo haber compartido con vosotros mi pasión por el mundo quijotesco hasta el punto de que, igual que Unamuno, no sé muy bien dónde empieza Cervantes y dónde Alonso Quijano, dónde el autor y dónde el personaje. Siendo así, resulta fácil escribir lo que sigue.
Nuestro entrañable caballero sentíase pletórico cuando creía haber resuelto su cotidiano entuerto, uno más de los múltiples que enfrentó a lo largo de su heroica vida caballeresca. Pero, como tantos otros héroes, Don Quijote también encontró límites a su irreductible afán pacificador.
¿Por qué les cuento esto? Cuando observo el panorama político y social que nos rodea, acude a mí una indomable frustración por mi comprensible incapacidad para soldar tanta desafección, tanta energía quemada, casi siempre a contracorriente, casi nunca con el viento a favor. Es cuando más añoro la incruenta lanza en astillero con la que batir tanto aspaviento de irritación. Sé que, ni aún así, sería posible el armisticio.
Como me acontece leyendo Don Quijote de la Mancha, infinitas veces me he preguntado quién crea a quién en esta campo de batalla, quién es el responsable de tan espantosa cuita. Nunca me he sabido responder con certeza.
Ni siquiera cuando, por una remota y fatal casualidad las vidas de nuestros semejantes penden de un hilo, los contendientes ahorran esfuerzos para agasajarse con afiladas guillotinas. Todo sirve con tal de vencer y humillar al adversario.

¡Muerte al traidor!, proclama el vencedor.
¡Antes muerto que rendido!, proclama el vencido.
Uno, que no entiende muy bien a qué viene tanta epopeya, mira aterrado el derroche de gesta inútil.
Conversando recientemente con dos amigos extranjeros del viejo oficio de contar historias más o menos convincentes (hace tiempo que lo llaman periodismo), éstos me trasladaron su incredulidad por las noticias que sobre la pandemia llegan desde España a sus respectivos países.
Uno, inglés de nacimiento de padres sevillanos, me dijo con una deliciosa pronunciación espanglish, que las informaciones procedentes de España, en cierto modo, le recuerdan a las historias de disputas entre republicanos y nacionales que tantas veces le contaron sus padres, años después de emigrar a Inglaterra. Me dejó claro que en la Isla, conservadores y progresistas, pese a discrepar en muchas cosas, acostumbran a cerrar filas cuando se enfrentan a una amenaza como la de este temible bicho.
El otro, un danés de pura sangre y con un acento más contundente que el del inglés, entre sorprendido y audaz se esforzó por relatarme que en Dinamarca es imposible asistir a un duelo político como el de España, cuando se trata de salvar los muebles. Ni Hamlet lo hubiera expresado con mayor precisión.
Escuchadas ambas narraciones, me resulta difícil expresar la tremenda cólera que invade mi espíritu.
¿Por qué aquí las cosas tienen que ser diferentes?, me pregunto, una y otra vez, con cara de circunstancias.

En este punto, de nuevo rememoré a nuestro ingenioso hidalgo, que siempre trató de buscar respuestas para todo lo que no entendía. A él le cabía modificar la realidad y llevarla a un mundo ilusorio para engañar a los sentidos. En algunas ocasiones, maltrecho y humillado, regresaba de golpe a la despiadada realidad. Nosotros, nunca salimos de ella.
Una vez más, proclamo desde mis adentros que no se trata de derechas o de izquierdas (donde sin remedio se dirimen nuestras diferencias) sino de un incontenible deseo de sumar fuerzas para salir lo mejor posible del atolladero, de un escollo cuya magnitud implica y compromete el futuro colectivo. Como no recuerdo en ningún otro momento de mi vida, ahora el futuro se nos planta delante sin horizonte, sin un guión preestablecido, sin un
apuntador que nos refresque la memoria. En esta ocasión, presiento que nadie logrará escapar a la incertidumbre. Pese a mi pálpito, tengo la inquietante sensación de que todavía no hemos entendido que una parte no pequeña del tiempo que vendrá pende de una vacuna que aún no existe. El resto, solo es presunción.