Las promesas de los prometedores

18.12.2015 11:42

Ni bipartidismo ni tetrapartidismo, después del 20 de diciembre nuestro Parlamento seguirá con su estéril ajetreo, mutilado por el implacable poder monopartidista.

La globalización – fiel a su manual de instrucciones – se zampó hasta las urnas, dejándonos los despojos de un Parlamento que solo nos recuerda al de otros tiempos de mayor fertilidad democrática por unos cuantos orificios en el techo.  

"¡Os prometo el oro y el moro!", dice a sus parroquianos uno que aspira a gobernar.

"¡Yo haré escuelas, hospitales, carreteras y jardines!", dice un segundo que aspira a gobernar.

"¡Subiré las pensiones, bajaré los impuestos y acabaré con el paro!", dice un tercero que aspira a gobernar.

En otro lugar de nuestro ilusorio escenario, varios figurantes, con traje a rayas y un cierto tufillo a perfume de marca, se preguntan entre sí quiénes son esos que prometen.

-         "¿Acaso no saben quién manda aquí?", le susurra uno a otro, a la vez que esbozan una discreta sonrisa de complicidad.

-         "Si no lo saben, pronto lo sabrán".

(Nuestro Espectador sospecha que, aunque lo disimulan, los prometedores sí saben quiénes mandan como saben que sus promesas nunca verán la luz, sepultadas por el falaz polvillo mitinero).

Una sombría mañana (tal vez la más sombría de todas las mañanas), el Espectador visitaba una sala de arbitrajes de un gran banco. La sala estaba repleta de personas sentadas delante de pantallas iluminadas por múltiples gráficas de colores. Al pasar cerca de una de ellas (un muchacho de no más de 30 años), el Espectador le oyó gritar: "¡vende España!"

-         "¿Ha dicho ‘vende España’?", preguntó sorprendido el Espectador a su cicerone.

-         "Sí, él y todos los que ves aquí, en este momento  están vendiendo España", respondió el cicerone, con toda naturalidad.

El cicerone explicó a nuestro Espectador que todas aquellas personas, sentadas delante de sus ordenadores, habían recibido instrucciones de los hombres de traje a rayas para vender Bonos del Estado español, a la vez que otros muchos hacían lo mismo en otros lugares del mundo. Impasible, añadió que la venta masiva de bonos españoles encarecía exponencialmente los intereses que el país debía pagar por el dinero que le prestaba sus acreedores y que los intereses subirían tanto como fuera necesario hasta la quiebra de las arcas públicas.

Los hombres de traje a rayas habían decidido que antes que construir colegios y hospitales, que antes que subir las pensiones y acabar con el paro, que mucho antes que todo eso, España debía pagar sus deudas y prometer que en el futuro pagaría puntualmente a sus prestamistas. La venta de España era un castigo y una advertencia de que solo los señores de traje a rayas deciden cuándo hay que construir los colegios y en qué momento se pueden subir las pensiones.

Fue entonces cuando nuestro Espectador supo que todos los Parlamentos del mundo, engullidos por la globalización, son monopartidistas. Desde aquel momento, nuestro Espectador nunca más volvió a escuchar las promesas de los prometedores y nunca más volvió a votar.