MANUEL MARÍA RUIZ

31.01.2022 09:54

Literalmente, coger la palabra, aprehenderla es como rebelarse contra el silencio. El hombre es un ser parlante, entonces aprovechemos tal formidable cualidad para usarla. No sin un cierto histrionismo, aún diría más: cojamos la palabra para explotarla. Hablemos sin parar, hablemos por los codos, hablemos hasta más no poder. No dejemos que el silencio tome la no-palabra, que nuestro psicoanalista gutural nos tiranice con silencios insondables.

Pero si queremos tomar la palabra, si queremos hablar será para decir algo, para comunicar algo que merezca ser escuchado. En ocasiones, puede ser más oportuno el silencio que decir cualquier bobada. ¡Triste condición la del hombre, funámbulo sobre el fino alambre que linda entre el silencio y la estupidez!

Para algunos pensadores, existe un vínculo ontológico entre la palabra y el Logos. Hegel, por ejemplo, no andaba muy lejos de ello. Pero si tan importante es la palabra para el hombre, ¿por qué la maltrata con tan desmesurada frecuencia?

“Odio a la palabra porque la quiero”, dicen que dijo Esopo, fabulista de la antigua Grecia. Esta expresión, más o menos ingeniosa, me recuerda a aquella otra que dice,“la maté porque era mía”, aquella que tantos quebraderos de cabeza suscita entre algunos entusiastas de la igualdad de género y otras gentes bienintencionadas.

Cada noche, cuando doy por finalizado el día a todos los efectos, hago un pequeño repaso de los acontecimientos, conversaciones y actividades varias que ocuparon mi jornada de vigilia. Pues bien, tras abordar el escáner de mi cotidianidad, casi siempre, llego a la misma conclusión: ´Hoy no me ha salido un día prolífico. He hablado poco, apenas he escuchado y lo que he escuchado no ha cambiado mi percepción del mundo´. De haberlo sabido, Rosales, el anciano conserje de la finca donde viví varios años, probablemente me hubiera dicho: “Don Manuel, no se exija tanto, que un mal día agarrará una úlcera sangrante”. Hasta ahora, ni rastro de la úlcera. Esto, también da que pensar.

Tal vez, llevado por la inercia del que fue mi oficio durante 30 años, ahora paso una parte de mi tiempo ocioso escuchando las noticias y a sus exégetas. Es en ese trance cuando soy plenamente consciente de lo que disfruto en mi condición de jubilado.

Un poco desconcertado por la contradicción que supone esta última afirmación en relación con lo anterior, déjenme que haga una brevísima pausa para tratar de poner en orden el curso de estas líneas que parecen encaminadas al caos.

Vean: resulta que desde mi retirada del mundo laboral, dijérase que la fortuna me visita en mayor medida que cuando estaba activo. ¿Raro, raro?

No, no lo crean, es verdad que desde que colgué el mono de trabajo tengo menos oportunidades de escuchar y de hablar con el mundo circundante, pero no es menos cierto que me escucho y me hablo más a mí mismo. Al fin y al cabo, los clásicos griegos nunca distinguieron entre escuchar y hablar con uno mismo o con terceros. Como diría Rosales, “hablar para dentro y escuchar desde dentro”.

“Cuando me escucho y me hablo, también aprendo”, según Esopo. ¡¡¡Uf, creo que he salido del apuro!!!

¿Y qué me dicen de hablar por hablar? La aristocracia de lo insustancial, una venial banalidad sin mayor trascendencia que su propia simpleza.

- “Ya va haciendo fresquito por la mañana ”.

- “Pues sí, de golpe se nos ha echado encima el invierno”.

- “Pues tendremos que sacar el abrigo del armario”.

- ”Qué le vamos a hacer. Pero, ¿sabe?. el tiempo pasa volando”.

- “Es verdad, hay que ver que rápido pasa el tiempo. Hace dos días estábamos comiendo el turrón y ya estamos a un paso de la Semana Santa”.

“Pues para eso, casi como que es mejor no hablar”, que hubiera dicho Rosales. Y, como siempre, Rosales tenía razón.

Hablar por hablar es como comer por comer. Algunas personas cautivan cuando comunican, se dice de ellos que son excelentes comunicadores, como encantadores de serpiente. Sin embargo, otros estarían mejor con una mordaza de por vida. Algo parecido debe suceder cuando comemos un chuletón de Ávila al punto. ¿Y si no es de Ávila? “En ese caso, existe algo que se llama suerte”, que diría el sabio Rosales. Rosales era de Ávila.

Pero lo más importante es disfrutar cuando se habla como lo es gozar cuando se come.

Y llegamos al desiderátum del hablar por hablar, la mismísima reencarnación de la enjundia, la exaltación del aplomo, el éxtasis del significado y el significante de la estructura del lenguaje, el que convierte el Verbo en carne y la carne en Verbo, el que fusiona lo intensivo con lo extensivo, la macrogranja con la microgranja. Cuatro palabras y una coma que dan sentido al Universo. A saber: “Más ganadería, menos comunismo”, casi tan brillante y explícito como aquella que decía, “Más libertad, menos comunismo”. De eso, hablaremos otro día.