PODER Y MILITANCIA

05.03.2018 17:25

Siempre he creído que ser de tal ideología, militar en tal partido, simpatizar con tal organización o afiliarte a tal sindicato es un error, pero un error inevitable. Supone renunciar a una parcela de libertad individual, significa también un compromiso con unos principios que mañana pueden ser tan abominables como hoy admirables. Pero militar es tan ineludible como aspirar oxígeno para vivir, nada podemos hacer para abstraernos de las tiránicas cadenas de la militancia.

¿Imaginan un mundo sin militancia?, ¿no sería como una paella sin arroz?

La socialización del individuo es como el hierro incandescente que marca a la res. Al hombre, le marca la militancia; su mismidad, su destino, su ser entero no es otra cosa que militancia. Por la militancia, el hombre sufre, goza, riñe y hasta no dudaría en entregar su vida. Vean como no estamos hablando de cualquier cosa.

Por eso, el universo que fabrica militantes es un universo más cercano a la deidad que al paganismo, es un objeto de incondicional adoración. Se rinde pleitesía al mejor futbolista, se le hace reverencias al presidente de tal o cual partido político, se hinca la rodilla al paso del Papa. Sí, podríamos hablar de sucedáneos tales como respeto, protocolo o tradición, pero antes que nada, estas conductas nos hablan de militancia.

Plenamente consciente de lo que supone su fuerza de imantación, el fabricante de militantes no contempla, siquiera por un instante, aflojar las cadenas de la militancia, si con ello debilita la frecuencia de su diapasón. En esencia, la militancia es tan estéril como un utensilio quirúrgico, solo así se explica su incondicional fidelidad, su radical renuncia al cuestionamiento.

Si esto no fuera así, ¿cómo podríamos explicar que un gobierno logre perpetuarse durante años en el poder pese a fundamentar su gestión en el incumplimiento de sus promesas o en la mentira? Crear militancia es el requisito más trascendente para asegurarse el poder absoluto.

Solo existiría el riego de perder el poder en el caso de que la competencia fuera capaz de generar más militancia que su rival.

Lo que más importa de esta secuencia silogística al Espectador es subrayar de manera inequívoca la innata ceguera de la militancia como su esencia más paradigmática y la voluntad inquebrantable del fabricante de militantes para perpetuar su  incondicional hegemonía.

Pero abordar este asunto solo desde la óptica psicológica –- en realidad solo estamos hablando de un fenómeno instalado en la parcela de la pasión – sería subestimar la naturaleza humana. Tal vez, no por encima pero tampoco muy por debajo del nivel crítico de efervescencia, la militancia considera que su incondicional fidelidad al objeto de adoración también debe encontrar alguna compensación en el terreno de lo estrictamente tangible. A Dios se le adora, pero entre tanta devoción también se cuela alguna rogativa. De vez en cuando, la divinidad tiene que hacerse un poco humana. Al respecto, existe toda una literatura sobre la función de la dádiva.

Es notorio que una organización, cuando cree que ha alcanzado la plenitud de su poder (irreversible y firmemente  anclado en la irrevocable fidelidad de su militancia), simultáneamente suele comenzar el declive de su supremacía. En esta humana vida, nada es inmortal.

La militancia tropieza con la incondicionalidad cuando los límites de la supervivencia asoman en el horizonte, cuando lo sustantivo ya no es seguro. Es entonces cuando la militancia se descompone, es relevada por una materia mucho más perentoria y relevante, es destronada por la necesidad.

Si los gobiernos pudieran asegurar de por vida lo necesario a sus ciudadanos, difícilmente dejarían de gobernar. “Solo la dignidad pone de pie a Esparta”, frase atribuida al clásico Quilón.

Estimados lectores, si lo creen necesario, algún día podríamos hablar de qué cosas  consideramos necesarias. La Economía  nos ilustra profusamente sobre  ello, pero tengo la convicción (y la esperanza) de que tanto ustedes como un servidor sepamos de lo que estamos hablando.