TIEMPOS DE FUROR

06.10.2020 18:39
“Nada es casual, las cosas están ahí porque lo hemos querido”.
Cuando mi maestro me decía cosas como esta, un servidor las aprendía sin más, eran para mí como la palabra de Dios, yo que nunca he tenido el gusto de conocer a Dios.
Un día, mi maestro quiso hablar conmigo, no se trataría de una pequeña confidencia o de una de esas breves sentencias que yo guardaba celosamente, como un tesoro, en mi conciencia. Nos sentamos en dos de las cuatro sillas que flanqueaban la mesa camilla de la sala de estar y comenzó la plática. Muy sosegadamente, como quien habla para sí, mi maestro me iba soltando a un mundo esmeradamente cabal. Mi fascinación por cada una de sus palabras crecía tanto como crecía mi convencimiento de que aquel pequeño cónclave sería una de las lecciones más esenciales que tendría la oportunidad de aprender a lo largo de mi vida. No me equivoqué.
En un instante de su exposición, noté como se endureció su voz como para reclamar toda mi atención para su siguiente sentencia.
Con lo que me pareció una convicción inquebrantable, sostuvo que nadie podría esta seguro del valor de su criterio si no lo aireaba, si no lo contrastaba con otras opiniones y, siempre, con el oído bien afilado.
Mi maestro, mi padre, que se afanó por transmitirme su infinita curiosidad por todo lo que le rodeaba, estaba persuadido de que la pasión por escuchar era la gracia más valiosa que podría legarme. Aún hoy, cuando acabo de entrar en el ambiguo universo de la jubilación, no estoy seguro de que lograra su propósito.
Apenas hemos visto emerger el sol en el horizonte y ya estamos asistiendo a la bronca diaria entre la gente de la cosa pública. No nos ha dado tiempo a tragar el primer sorbo del café mañanero y ya estamos contemplando las peores mañas de los que han elegido el Parlamento como el cuadrilátero donde ejercitarse. Sí, pocas cosas más contradictorias.
En uno de esos programas de radio o televisión clonados, escasos de imaginación y esparcidos de un cierto tufo a tertulia decadente, tratamos de capturar algo legible de entre el coro de contertulios allí presentes, pero solo nos llega un ruido amorfo, más propio de un corral de aves. Uno tiene la sensación de estar presenciando una parodia donde se repiten los mismos argumentos una y otra vez. Tertulianos varios, periodistas y políticos se disputan la palabra sin escuchar al oponente.
Cuando hace unos meses el mundo comenzaba a doblar la rodilla frente a un adversario inédito, pocos podíamos imaginar que la suerte colectiva dependería de una vacuna. Esta vez no es la economía, el cambio climático o la última escaramuza militar entre superpotencias la causa de una calamidad tan extendida. El enemigo no usa un armamento estridente ni selectivo, muy al contrario ataca indiscriminadamente con un sigilo aterrador. El campo de batalla no se limita a una zona más o menos restringida, está en cada país, en cada barrio, en cada hogar. Nadie está a salvo.
Para hacer frente a tan singular hostilidad, España ha elegido la extravagante estrategia de pelearse contra sí misma. Emulando las peripecias del matrimonio Rose o rememorando lo peor de su historia, ‘izquierdas y derechas’ se tiran a la cabeza todo lo que encuentran a su paso mientras ignoran la voz de quienes más convendría escuchar en este asunto.
Tras ocho meses de pandemia y, no contentos con penalizar al sistema público de salud con una sistemática desinversión, algunos políticos todavía dudan de la eficacia de las mascarillas, de las pruebas PCR o de los rastreadores a la vez que la colapsada Atención Primaria lucha contra la insuficiencia de recursos. Y lo más aterrador, los ancianos sobreviven bajo la amenaza de una muerte prematura en casas del horror donde se acostumbra a priorizar el negocio frente a la atención profesional de los residentes y entre la inacción de las administraciones públicas.
Sin poder evitarlo, en este sombrío escenario, echo de menos aquellas veladas nocturnas cuando, a costa de sus horas de sueño y descanso, mi padre trataba de persuadirme de que leer, dialogar, escuchar, era más importante que llevar hechos a la escuela los deberes de casa. Pese a ello, siempre me resolvía el problema de matemáticas que se me atragantaba o la traducción de esos latinajos que tanto aborrecía. Julio César y los elefantes del ejército romano nunca me entusiasmaron, pero eso es otra cosa.
En estos tiempos de furor, ¿que importa más, la salud o la Economía?
Siempre que escucho está disyuntiva, siento un irreductible terror al caer en la cuenta de que la pregunta procede, casi siempre, de quienes mejor deberían saber la respuesta. ¿Acaso éstos mismos se preguntan si es más importante el bisturí que la neurocirugía? Estarán de acuerdo conmigo en lo innecesario de seguir profundizando en esta materia.
De chico tuve un profesor que sostenía que la culpa de todos los males que asolan al mundo venían de la sal. Nunca llegué a saber qué turbulenta relación existió entre mi enseñante y tan frecuente condimento. Es verdad que la sal probablemente no estará entre los alimentos más saludables del universo culinario, pero tampoco creo que haya que atribuirle tan ingente perversión.
Algunos paisanos están convencidos de que los socialistas son para España como la sal de nuestra historia. Otros, sin embargo, atribuyen a los populares tan dudoso honor. Cerca del resto han colocado a Podemos y a Vox en el centro del infierno más dantesco. De momento, sospecho que a Ciudadanos no le alcanza los números para formar parte de tan siniestras hipótesis.
Pero si contemplamos a los partidos políticos, no desde la imagen más primaria que proyectan en la opinión pública sino desde el núcleo de su finalidad básica, entonces no dudaremos de que el horizonte electoral también ha tomado el mando de la gestión de la pandemia. En mi opinión, ahí sí podemos identificar la sal de nuestro viejo profesor.
El horizonte electoral o “el dorado” de nuestros ilustres aprendices de brujo, se ha adueñado de la gestión política hasta tal extremo de que ni siquiera la salud de los ciudadanos puede contener semejante tsunami. Los partidos políticos no están dispuestos a incluir en sus estrategias otras razones que no se sustancien en forma de papeleta. El resto no es difícil imaginarlo.
En otro momento trataremos de los eventuales porqués de esta relativa singularidad de la política española, pero pueden apostar a que leer, debatir y escuchar tiene mucho que ver con esto.