UN DIFÍCIL FUTURO PARA EL CIUDADANO DE NUESTRO TIEMPO

22.11.2019 08:35

Accesorium non ducit, sed sequitur suum principale”. Muy afectos a la precisión del lenguaje, los romanos clásicos raramente fijaban su fina lupa analítica en lo accesorio, muy al contrario preferían gastar su tiempo y su paciencia en lo esencial, en aquello que iba a sacarles de la nebulosa.

Los políticos contemporáneos (supongo que también los romanos), menos exigentes con lo sustantivo que sus pretéritos, no buscan tanto la precisión de sus actos como el golpe de efecto, el ornamento expresivo, la retórica argumental. Para éstos, lo principal se transfigura en accesorio y al revés, cambian el orden de los factores.

El discurso de nuestros políticos no suele destilar una visión completa del escenario que describe, es como si su autor padeciera de una formidable miopía, carece de una visión panorámica que alcance más allá de la inmediatez de su minúscula parcela. Es por ello que el Hombre de Estado queda relegado al olvido. Si no, ¿cómo podríamos explicar la pandemia de políticas cortoplacistas y erráticas que contamina a más de medio mundo en las últimas décadas? España no es una excepción.

Pero la esencia de nuestra tarea, cual observador que busca respuestas a las incógnitas que plantea la instantaneidad de nuestro tiempo, pone el énfasis en identificar el mal que pesa sobre un país que ha consumido baldíamente más de cuatro años en formar un gobierno estable. Su incierto diagnóstico me preocupa.

¿Será que los ciudadanos no saben votar? ¿Tal vez hay una hiperinflación de partidos nacidos al calor de los presuntos beneficios de la política? ¿Quizá no hay ningún candidato capaz de aglutinar la confianza de los electores?

Después de cuarenta años de razonable gobernabilidad arbitrada por la aritmética de las urnas, España se atasca en cada cita electoral. Algunos rememoran con nostalgia la simpleza del bipartidismo, cuando socialistas y populares se repartían el pastel de La Moncloa cada cuatro años. Ahora, el pastel hay que repartirlo entre más y a nuestros políticos les falta práctica. ¿Hemos dado con el diagnóstico?

La democracia española, esculpida por los Pactos de la Moncloa desde el último cuarto del Siglo XX, se olvidó de cómo pactar bien entrado el Siglo XXI, un hecho de difícil compresión tratándose de una clase política que, en algunos casos, no tuvo reparos para consensuar la mejor forma posible de ocultar algunos episodios degradantes en cualquier Estado de derecho.

A fuerza de no ejercitarse en el diálogo, nuestros políticos están olvidándose de hablar. En el mejor de los casos, cacarean lo que un tercero les escribe en un papel o les graba en su memoria. En consecuencia, perdamos toda esperanza de escuchar de sus bocas algo verdaderamente trascendente para el interés general de los ciudadanos.

Nuestros políticos quieren el poder como una herramienta de disfrute personal, quieren el poder sin contrapartida, un poder dócil y gratuito, un poder, en suma, exento de esfuerzo.

Así las cosas, no es de extrañar que el diálogo, la negociación, el espíritu de colaboración probablemente se contemplen por el político de nuestro tiempo como contempla la soga el condenado que ha de morir en la horca.

Incluso, puestos a ahorrar esfuerzo, algunos de nuestros políticos se parapetan en la ley para no hablar con el insurrecto político de derechas, de izquierdas o nacionalista. Como si el uso de la palabra se pudiera condicionar.

Solo la palabra puede arrojar luz sobre la Ley”, frase atribuida a Modestino, uno de los grandes jurisconsultos del Derecho Romano.

Puede ocurrir, en un gesto de extrema generosidad, que alguno de nuestros políticos tenga a bien comunicarse con sus colegas a golpe de Whatsapp o de Twitter. “Cuanto menos margen deje para el debate, tanto mejor”, se dice para sí nuestro hombre de la cosa pública.

Queda claro que para nuestros políticos, el poder es útil en tanto en cuanto satisfaga sus expectativas personales, en tanto en cuanto no exija esfuerzos que pongan a prueba o menoscaben las más elementales dotes de quienes lo ejercen.

Pero aquí no acaba el esperpento. El ensimismamiento del político de nuestro tiempo es tan voraz que solo busca el perfil más inmediato de sí mismo, sin más panorámica que su despacho, su coche oficial y su consejero de cabecera. Nada ni nadie, ajeno a su micromundo, concita su interés. Como traté de explicar más arriba, nuestro político no solo evita cualquier roce con sus colegas de la oposición, también rehúye el más leve contacto con sus más próximos compañeros de partido.

Tiene por costumbre no compartir sus planes y se muestra impermeable a cualquier sugerencia procedente de su entorno inmediato.

El líder carismático de antaño se ha transformado en el caudillo omnipotente de nuestros días. Nada presagia un buen futuro para el ciudadano de nuestro tiempo.