Un madrileño en la corte del rey Arturo busca un apaño entre Cataluña y España

04.09.2015 13:09

Cuando el pasado primero de agosto inicié mi viaje por el centro de Cataluña ya os transmití mi sospecha de que la historia del independentismo catalán se escribía con el corazón. Hoy, de regreso a mi pequeño pueblo ilerdense de Bell-Lloc d'Urgell, puedo confirmaros que lo que era una sospecha se ha convertido en una certeza.

Con esta inicial premisa, alguno de vosotros sentirá alivio anestesiado por el animismo lírico, según el cual todo lo relacionado con el corazón es generoso, espléndido y genuino. Nada más opuesto a lo que yo sentí, sabedor de que su poética grandeza es lo que hace del corazón un concienzudo insobornable.

De este modo, lejos de lo que podíamos pensar, la confirmación de mi inicial sospecha nos coloca en un territorio minado de dificultades que pondrán en riesgo permanente nuestra voluntad de buscar algún apaño para edulcorar el conflicto hispano-catalán. Nuestro empeño conciliador se verá hostigado, una y otra vez, por un enfrentamiento que no brotó - como algunos han sugerido - de una súbita ocurrencia, sino de una larga biografía, embutida en un vaivén, ora latente, ora manifiesto.

Preparaos pues para disentir y compartir algunos de los argumentos aquí expuestos que probablemente no nos llevarán a ninguna parte, si bien son el fruto de reflexiones e interacciones lo más equidistantes posible de las dos partes en conflicto. Os aseguro que en esta tarea he procurado guiarme por la neutralidad, si ello es posible.

Desde que volvió a hacerse patente en Cataluña un manifiesto espíritu soberanista (especialmente visible a partir de la Diada del 11 de septiembre de 2012), Madrid (representando en Madrid los poderes del Estado central) erróneamente ha tendido a banalizar los diversos episodios que han ilustrado el clamor independentista de una parte no pequeña de la sociedad catalana. Cuando Cataluña reclamaba más atención, Madrid ignoró con desdén las señales de alerta. Un amigo de Balaguer, me dijo que cosas como ésta han ido avivando en mayor grado, si cabe, el anhelo independentista, incluso el que aún estaba en hibernación.

Es cierto que la vuelta de la exaltación nacionalista ya estaba a flor de piel en Cataluña reavivada por los estragos de la crisis económica, los graves errores del anterior gobierno de Zapatero y ciertas decisiones judiciales que cuestionaron los intentos de ‘desenrocar’ el Estatut. Como digo, esta leña y algunos otros elementos de combustión atizaron con eficacia los imperecederos rescoldos soberanistas del pasado.

Simultáneamente a esta sucesión de desencuentros, el brazo político del nacionalismo moderado catalán fue dándose cuenta de que el furor independentista daba cobijo a un rico yacimiento de poder. Para mantenerse en la cúpula de la política catalana, Artur Mas necesitaba convencer al nacionalismo radical de que su proyecto también formaba parte de la misma sustancia, intentando enterrar la imagen de un aliado ocasional. El líder de Convergència Democràtica de Catalunya (CDC) comenzó así una espiral de compromisos políticos con el independentismo incondicional, enredándose cada vez más en un viaje sin retorno.

Con su nueva estrategia, Mas mostró un semblante irreconocible para no pocos de sus correligionarios políticos y aliados parlamentarios hasta el extremo de propiciar la quiebra de 37 años de coalición entre CDC y Unió Democràtica de Catalunya.

Mientras esto sucedía en el seno del nacionalismo moderado, Esquerra Republicana de Catalunya (ERC) añadía quilates a su tradición soberanista, reforzando la consistencia de su deriva más radical. La instrumentalización de los finos hilos de la afección sentimental siempre ha sido un recurso muy apreciado por el poder político. En esta ocasión, tengo la sensación de que Mas utilizó esta táctica con las riendas de la cabeza mientras Junqueras tiró de vísceras o, si lo prefieren, de corazón. Los sondeos iban recogiendo con fidelidad las preferencias del electorado.

Por su parte, los defensores del independentismo pertenecientes al ámbito de la intelectualidad catalana, continúan esforzándose para hallar en la biografía del nacionalismo pedazos de historia que lo legitimen. Misión imposible puesto que la Historia está condenada a valerse de los historiadores para remontar la corta memoria de la instantaneidad, razón por la que siempre estará acosada por la sospecha de una presunta contaminación ideológica.

Algunos historiadores nos cuentan que el 11 de septiembre de 1714 Barcelona se rinde a las tropas de Felipe V. También nos cuentan que los catalanes lucharon contra el Borbón llevados, no tanto por la independencia de Cataluña, como por el afán de colocar en el trono de España al archiduque Carlos de Austria, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico y pretendiente al trono español durante la Guerra de Sucesión.

Pero, ¿por qué el Principado de Cataluña apoyó al archiduque en contra del Borbón?

Veamos: una vez se hubiera instalado en el trono de España el archiduque Carlos de Austria, con el reconocimiento de Cataluña, éste debería jurar y mantener las leyes catalanas en base a un pacto alcanzado entre Cataluña y distintas naciones europeas, encabezadas por el Reino de Gran Bretaña bajo los auspicios de la reina Ana de Inglaterra.

Sin embargo, los intrincados vericuetos de la Historia condujeron a un cambio sustancial en el tablero europeo de las alianzas (rubricado en el Tratado de Utrecht) a raíz del advenimiento al poder del partido tory en el Reino de Gran Bretaña. Por lo pronto, este hecho descolgó a la isla como principal patrocinador del archiduque Carlos al trono español, desvaneciéndose su proyectada defensa de las leyes catalanas y, en definitiva, abandonando a su suerte al principado frente al ejército borbónico.

El historiador catalán Josep Fontana, sostiene que los vencidos de 1714 tenían una concepción más moderna del Estado que los afectos a Felipe V. Según Fontana, los partidarios del archiduque luchaban por las libertades de todos los españoles ya que cada vez que se mermaban los derechos de los catalanes, también retrocedían los derechos de los ciudadanos del resto del país. En resumidas cuentas, lo que hace el historiador en este episodio es subrayar los teóricos beneficios de un Estado moderno y descentralizado frente a una versión desfasada del mismo. 

Pues bien, consolidado en el trono de España, Felipe V lejos de mantener el ordenamiento constitucional catalán, lo derogó, tal vez llevado por un cierto sentimiento de revanchismo político. En definitiva, cada parte defendía sus intereses. Los catalanes trataban de mantener sus derechos constitucionales y el Borbón su acceso al trono español. 

En este punto, varios de mis interlocutores en esta excursión por Cataluña (los que han hecho posible este trabajo) llamaron mi atención sobre la relevancia de este episodio de nuestra historia conjunta para entender, en una buena medida, la desconfianza que aún hoy persiste en la memoria del nacionalismo catalán frente al poder central del Estado. Quién hubiera dicho que el ascenso al poder de los tories en la Gran Bretaña del Siglo XVIII supondría tan grave y duradero conflicto entre España y Cataluña, incluso hasta bien entrado el Siglo XXI.

Un último apunte antes de terminar este capítulo y, exclusivamente perteneciente al ámbito de lo anecdótico, me lleva a detenerme un instante en unas recientes declaraciones de Oriol Junqueras, según las cuales los catalanes tendrían más proximidad genética con los franceses que con los españoles.

Como quiera que el señor Junqueras es un docto historiador, tiendo a creer que conoce bien la biografía de Felipe V, que ubica su lugar de nacimiento en Versalles. Honestamente debo reconocer que ignoro el contexto en que el líder de ERC formuló tales declaraciones.

EL PRIMER PARLAMENTO EUROPEO

Otro de los argumentos que más frecuentemente he escuchado entre mis interlocutores al abundar en el entusiasmo independentista de Cataluña se refiere a la longevidad de su Parlamento. Es cierto que algunos historiadores no dudan en situar las Cortes Catalanas entre las más antiguas de Europa, incluso sin llegar a descartarla como la decana.

Debo reconocer que este debate me resulta especialmente incómodo en la medida que he encontrado tantas versiones sobre este asunto como, al menos, las innumerables referencias a documentos que tratan sobre él. Resulta tarea imposible consensuar una única y definitiva conclusión. Pese a ello, me atreveré a manejar algunos datos que considero ilustrativos, aunque solo sea con la intención de lograr una aproximación, sin más rigor que el meramente informal.

Algunos historiadores fechan en el Siglo XIII las primeras Cortes Catalanas, reunidas por vez primera en el castillo de La Zuda o Castell del Rei (Lleida) en 1214, con la peculiaridad de que sus acuerdos tenían fuerza de ley, aspecto no frecuente en aquel periodo.

Otras versiones señalan la existencia de cortes o parlamentos europeos anteriores a los Siglos XI, XII y XIII, como es el caso del Thing islandés (asamblea de hombres libres) que ya se reunía en el Siglo X.

Con relación a España, hay noticias de que en el año 1188 se reúne por primera vez Cortes Leonesas convocadas por Alfonso IX, cuyos cronistas elevan hasta el primer lugar en el ranking de las cortes más antiguas del mundo.

De vuelta a Cataluña, existen otros documentos que identifican antecedentes de las Cortes Catalanas (también denominadas Cortes Generales de Cataluña) en la Corte Condal (en torno al año 1000) y en las asambleas de Paz y Tregua que desde el año 1021 ya deliberaban y pactaban sobre la irrupción de las guerras y los actos de violencia.

No podíamos ignorar una mención, siquiera breve, al viejo Parlamento del Reino de Inglaterra, cuyas raíces se remontan a los inicios del periodo medieval. Según algunos cronistas, se trataría de uno de los cuerpos legislativos más antiguos del mundo, sin descartarlo como el más vetusto, razón por la que, en ocasiones, se le conoce como “la madre de todos los parlamentos”. 

Como se hace evidente, a la dificultad que supone para este análisis la ingente información disponible, a veces contradictoria y no siempre bien documentada, se añade una traba de carácter conceptual puesto que carecemos de una descripción homogénea que nos permita identificar, con un mínimo rigor, qué cosa es un parlamento en la Edad Media. Probablemente, un análisis interdisciplinar compuesto por historiadores, antropólogos, sociólogos, politólogos y economistas podrían sacarnos de dudas, pero esto queda lejos de mis medios y del modesto espíritu que ha presidido este trabajo. 

Pese a todo, sí existe una incuestionable coincidencia en el sentido de que es en la Edad Media cuando aparecen los primeros documentos que certifican la existencia de distintas tipologías de juntas y/o reuniones, algunas de ellas, como hemos visto, dotadas de carácter normativo. En cualquier caso, convocadas o no bajo los auspicios de una autoridad real, sí parece que deliberaban y tomaban decisiones sobre asuntos de interés público.

Como he dicho, resulta del todo imposible determinar la fecha y la localización exactas del primer parlamento del mundo pero, al menos, sí creo que estamos legitimados para solidarizarnos con el sentimiento de aquellos que se enorgullecen de que Cataluña figure entre las primeras naciones del mundo en haber aportado el más genuino mecanismo sobre el que, aún hoy, descansan los pilares fundamentales de cualquier democracia.

¿ES POSIBLE UN APAÑO ENTRE CATALUÑA Y ESPAÑA?

De las muy diversas conversaciones que mantuve con distintas personas en este viaje, he sacado dos conclusiones fundamentales: viajar abre la mente y dialogar enriquece el espíritu.

Si hacemos un esfuerzo de acercamiento y tratamos de minimizar los antagonismos entre España y Cataluña y viceversa, estoy seguro que podremos convivir sin dificultades insalvables durante algunos siglos más. 

En estas escasas líneas no me he propuesto enviar un mensaje de optimismo. Por ahora, no hay para tanto. En este punto vuelvo a sacar a relucir a mi amigo el de Balaguer. Según él, el entusiasmo soberanista de una parte significativa de la sociedad catalana persistirá por los siglos de los siglos, si bien alternarán fases punta y fases valle.

A pesar de todo, como ya os comenté en alguna otra ocasión desde este Catalejo, mi impresión es que españoles y catalanes nos conocemos poco. Un servidor - con residencia fija en Cataluña desde hace dos años y catalán consorte desde hace casi 30 - poco a poco ha ido abrazando la convicción de que es mucho más lo que nos une que lo que nos separa, Creo, por tanto, que bien merece la pena desplegar un mutuo intento personal de aproximación y, si es posible, a una distancia razonablemente prudente de los ámbitos de la política y de la prensa. Espero que nadie se lo tome a mal. 

Como decía José Ortega y Gasset, para asir nuevos objetos debemos tener las manos vacías, libres de cargamento. Pues bien, para conocernos mejor catalanes y españoles debemos expulsar de nosotros, en sesiones de cruel exorcismo si fuera preciso, prejuicios, tópicos y, en general, todo aquello que lastre nuestra disposición a abrir nuevos horizontes a nuestro entendimiento.

Quizá, tanto o más importante como tender puentes entre Cataluña y España, sea no dinamitar los pocos que quedan. ‘La palabra es la mejor herramienta del diálogo y el diálogo el mejor aliado de la paz”, decía un ilustre maestro de Sociología Política que tuve ocasión de disfrutar en las aulas de la Universidad Complutense de Madrid hace ya muchos años. España y Cataluña han dejado de hablarse, viven de espaldas la una de la otra, como ignorándose. Resulta difícil de admitir - incomprensible para mí - que las principales instituciones políticas de una y otra parte hayan podido llegar hasta ese punto de desencuentro sin ruborizarse.

Tenemos que ser nosotros, los ciudadanos corrientes y molientes, los que recuperemos el diálogo, los que tomemos la iniciativa de conocernos sin intermediarios, los que nos neguemos a ingerir veneno como alimento cotidiano de nuestra relación, venga de donde venga.

Siempre me he pronunciado – ahora desde Cataluña y antes desde Madrid - con indisimulado entusiasmo a favor de que Cataluña siga formando parte de España (y España parte de Cataluña), pero si las urnas dan a entender lo contrario el próximo 27 de septiembre, no será un servidor quien ponga obstáculos en el camino hacia la independencia de Cataluña.