Y llegó el primer gobierno de coalición

16.01.2020 20:41

Tantas veces como me he planteado la posibilidad de digerir, con caldo y tropezones, una pequeña porción de lo que acontece en la política española, he calibrado muy minuciosamente qué parte elegir de la inevitable disyuntiva: seguir adelante pese al riesgo de atragantarme o desestimar tan poliédrica tarea. Aunque esto último me parecía más sensato por razones de salud, opté por liarme la manta a la cabeza como hacen los valientes. ¡Qué demonios!, al final solo es política.

A la vista de la experiencia, diría yo que no fue tanto valentía como irresponsabilidad lo que me llevó a traspasar los límites de la sensatez.

Corría el año 2012 cuando, en la celebración del día nacional de Cataluña el 11 de septiembre, no pocos ciudadanos de dentro y fuera de Cataluña asomaron a una vieja realidad que reaparecía con arrolladora fuerza tras varios años de hibernación. El corazón independentista volvía a latir en Cataluña tras esa emblemática Diada.

Probablemente, algunas decisiones político-judiciales y la profunda crisis económica que aún lastraba la moral del país, fueron los principales detonantes de este nuevo ciclo de exaltación catalanista que estará presente en todos los frentes de la convivencia desde hace ya casi una década.

Ni tan siquiera la “desafección” advertida por Montilla hizo presagiar la dimensión de un conflicto que colocó a Cataluña en el centro de uno de los episodios más largos de inestabilidad política de la reciente democracia española. La encrucijada de la España diversa – plurinacional o no – emergía entre una alquimia de sentimientos entremezclados, cual popurrí caótico de perplejidad, irritación e intolerancia.

El encorsetamiento del conflicto en el ámbito judicial, privándolo de los amplios márgenes que concede la política, completó el disparate hasta los sombríos confines que hoy todos conocemos.

Sin perder de vista este contexto, la turbulenta cascada de toda suerte de despropósitos procedentes de quienes mejor deberían haber patrimonializado la templanza del buen estadista, ha colocado al ciudadano en un laberinto de confusión y a España en un brete de continuada degradación política e institucional.

Remendar los principales jirones

Nunca ha sido la cordialidad una seña de identidad de la convivencia entre nuestros políticos, pero después de una interminable fase de convocatorias a las urnas, cualquiera diría que nuestros hombres de la cosa pública han quedado fatalmente impregnados de la ácida retórica de las campañas electorales.

Los fallidos intentos del socialismo para alcanzar una cómoda mayoría parlamentaria y la búsqueda exprés de los populares para encontrar una nueva identidad tras el derrumbe de Rajoy, cristalizaron en una larga y errática singladura de las dos principales formaciones políticas del país.

Mientras, los representantes de “la nueva política” - Unidas Podemos y Ciudadanos - zigzagueaban entre novicias contradicciones estratégicas. Vox, por su parte, sembraba de dudas el quebradizo tacticismo de conservadores y liberales, ambos temerosos de que el pastel no alcanzara para los tres. La política se había convertido en un cuadrilátero donde los púgiles braceaban alocadamente al aire, sin encontrar un destino cierto a sus puños desnortados.

Quién sabe si este estéril escenario contará con una buena oportunidad para cambiar de signo si la inédita coalición de gobierno decide aunar voluntades en beneficio del país y olvidar todo rastro de viejas rencillas partidistas. La tarea no va a ser fácil, pero qué menos que conceder el beneficio de la duda a esta pequeña luz de esperanza.

Para que la ‘cosa’ salga razonablemente bien es condición indispensable creer con inquebrantable firmeza en los fundamentos del Estado de derecho. Por el contrario, el fracaso está asegurado si, mediante sofismas más o menos ingeniosos, los políticos tratan de construir un estado a su medida.

Separación de poderes

Pese a las noticias que nos llegan desde el ámbito de la política y de la Justicia en los días recientes, sigo creyendo que Montesquieu no ha muerto, ni siquiera en España. Para evitar el deceso del ilustrado y fortalecer nuestra democracia, es urgente establecer una drástica separación de los poderes del Estado. A este respecto, de poco serviría la cabal pretensión de desjudicializar la política si no se despolitiza la justicia. También en política, nada resulta más indigno que predicar y no dar trigo.

Siempre he sido de la opinión de que las promesas están para cumplirlas, también en política, pero es cierto que, en este terreno, los escenarios apriorísticos en seguida suelen ser superados por la indomable realidad del establishment. Así las cosas, acordemos que lo verdaderamente sustantivo en esta materia es aceptar con humildad que de los errores también se aprende y, de ser así, seamos indulgentes con los nuevos ‘purpurados’, si alguna de sus promesas se evapora por el camino.

Pero si nuestro joven gobierno tiene por delante una ingente lista de deberes para reforzar la calidad de la democracia y mejorar las condiciones de vida de la población, la oposición no está exenta de responsabilidad en esta tarea. A menudo, los partidos aspirantes al poder parecen más ocupados en hallar la fórmula mágica para arrebatar la bancada azul a sus rivales políticos que en desempeñar digna y cabalmente su noble función.

Nada más lejos del papel de la oposición que oponerse a todo por sistema. Probablemente, resultaría inútil que yo tratara de convencerles de que es de noche si el sol brilla en el firmamento. A buen seguro que si la oposición se libera de su masiva irritación residual y desempeña con rigor su labor de control y alternativa al gobierno, contribuirá muy eficazmente a mejorar el país y atajará su carrera hacia las mieles del poder.

Las tareas ineludibles

En suma, destensar la cuerda con Cataluña, instaurar procedimientos neutrales para asegurar el correcto funcionamiento del Estado de derecho y mejorar las condiciones de vida de los ciudadanos, en especial de los colectivos más vulnerables, deben ser las prioridades inexcusables del nuevo ejecutivo. En España, mejorar los estándares vitales de los ciudadanos significa, sobre todo, racionalizar con criterios de equidad la distribución de la riqueza, una pieza básica en el engranaje de cualquier sociedad avanzada.

Empleo, pensiones, sanidad, educación, tecnología, medio ambiente, igualdad de género y un largo etcétera son palabras infinitamente más valiosas que meros y fáciles tópicos recurrentes.Tales aspectos constituyen el centro de la vida y de las preocupaciones de los ciudadanos y, en consecuencia, gobierno y oposición están obligados a no defraudar las legítimas expectativas de quienes lealmente han cumplido en las urnas, tantas veces como han sido requeridos, con su voto esperanzado.